Cosas de mujeres I: Infidelidad


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Imagen de Bruno Glätsch en Pixabay


"Pipi bonito" era un depredador de altura.  El mote lo conocía todo el barrio.  Su fama, hecha en gran parte de labia, atraía cual moscas a las viejas buenas, de glúteos grandes y tetas generosas; capaces de llenar los brasieres que no colmaban los incipientes senos de Sonia.  

No tenía ocupación fija, trabajaba en diversos oficios siempre que le permitieran retozar en su alcoba al caer la tarde, a esa hora acostumbraba llevar mujeres a su lecho. Dilataba el acto sexual para alcanzar el paroxismo justo cuando Sonia entraba a la casa y recorría el pasillo hacia la cocina.  

La saludaban las exclamaciones y los jadeos de la amante de turno.  Su cara se contraía en un rictus de dolor y espanto.  Dejaba las bolsas de mercado sobre el mesón y salía a recorrer el barrio. Se distraía con minucias, les daba a los amantes el tiempo justo para terminar y despedirse.

La escena, tantas veces vivida, fue el castigo que Honorio le impuso por corretear a sus amantes, por amenazarlas con dañar sus lindas caras si volvían a mover el culo frente a su hombre.  El escarmiento surtió efecto.  Sonia se volvió dócil, tolerante. No le importaban los rostros de esas mujeres, ni su aspecto físico.  Estaba de más si tenían mejores o peores cualidades que ella.  

Le bastaba saberse la esposa, dueña de un hogar en ruinas.  Era una perra fiel que agarrada a la pierna de Honorio le suplicaba quedarse con ella; tomarla a ella en lugar de la otra, ser la mujer que llenara sus tardes de sexo.  Que fueran sus fluidos los que mancharan las sábanas lavadas con prisas cada mañana.

Honorio le concedió una tregua.  Apreciaba sus esfuerzos por mantener la ropa limpia y la comida tibia; pero resentía sus escasas habilidades amatorias, su cuerpo anguloso y su aliento cargado. Una tarde al volver del trabajo a Sonia la encontró la lluvia.  

Llegó a casa empapada.  Quiso buscar refugio en su alcoba, pero la detuvieron los quejidos rítmicos que provenían de ella.  Honorio estaba con su amante.  No tuvo fuerzas para volver a la calle.  Hizo el recorrido de costumbre: atravesó el pasillo casi sin darse cuenta y dejó las bolsas del mercado.  De vuelta a la estancia se sentó a esperar, viendo caer la lluvia.
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¡Libertad... para pensar!

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