¿Qué es la violencia? Aproximación al concepto



La violencia crea más problemas sociales que los que resuelve.
  Martin Luther King


Caricatura de frontera invisible, Horizonte Femenino

   
La violencia es un continuo en la historia humana, objeto de los más variados análisis y propuestas para la resolución de los conflictos que suscita, puede tomar múltiples formas, algunas silenciosas y naturalizadas, o estar determinado por factores diversos. Resulta complejo esbozar una teoría globalizadora, las perspectivas de análisis transitan desde los orígenes sociales hacia las causas puramente individuales sin considerar el conjunto de agentes que la configuran. Bien se la conciba patología social, expresión relacional, producto de condicionamientos biogenéticos o instrumento para el logro de fines políticos o económicos, su intensidad y sus límites son definidos por las reglas sociales que rigen en determinada época o contexto cultural.

Al margen de la violencia política y económica existe otra cotidiana, mayormente aceptada, que se manifiesta a través de los comportamientos, en las interacciones entre individuos, en el ámbito doméstico o entre grupos reducidos. Siendo un elemento presente en las relaciones humanas y no una manifestación anormal del ser persona, su contrario no es la no-violencia, sino la ciudadanía y la valoración de la vida humana en general y de cada individuo en el contexto de su grupo. Las expresiones de agresividad generalizada que adolecen las ciudades modernas delata una crisis en la civilidad, no en el sentido de las buenas costumbres, sino como una aptitud a compartir el mismo espacio con el otro y a disfrutarlo juntos, como la condición primera del vivir, del estar en sociedad (Imbert, 1992).

Dicha vivencia es más abrumadora cuanto mayor es la injusticia que sustenta la violencia social. Más allá de todos los factores y circunstancias desencadenantes, su experiencia surte el efecto de una desmembración que cobra más víctimas en las ciudades, por ser los espacios de mayor diversidad y heterogeneidad, concentrando más población y mayor número de conflictos. Sin embargo, no se ha establecido una relación directa entre estas variables, ni se puede asegurar que la ciudad es un escenario privilegiado de la violencia, aunque sí es ésta uno de los factores que en su ámbito más deteriora los índices de calidad de vida.

La violencia cotidiana tiene sobre la comunidad múltiples efectos indirectos que se exteriorizan en los modos de asumir la ciudadanía, así como en las estrategias implementadas para sobrellevarla. Cobran fuerza mecanismos de autodefensa que llevan a modificaciones importantes en la conducta y relaciones de la población: cambios en los horarios habituales; transformación de los senderos y espacios transitados; restricción de las relaciones sociales; reducción de la vulnerabilidad personal adquiriendo armas, perros, alarmas o aprendiendo defensa personal (Carrión, 2001:62).

Este fenómeno crece y se torna endémico en una coyuntura en la cual el desempleo estructural y la marginación aumentan mundialmente, dando lugar a la llamada violencia “posmoderna”, que denuncia el fin de la época desarrollista y la descomposición de los sistemas y aparatos estatales. Esta violencia tiene entre sus principales agentes a jóvenes y niños que se exterminan entre ellos o son víctimas de las fuerzas represoras del Estado (De Souza, 2005). Hijos de migrantes que corresponden a la segunda o tercera generación urbana, que han perdido todo vínculo y memoria de su pasado rural (Briceño-León, 2003).

Para este grupo etáreo existe una violencia idealizada por cuanto permite la defensa del honor, la compensación por agresiones recibidas, las disputas por el reconocimiento y el prestigio social, una oportunidad para demostrar mediante el cuerpo valores como la hombría y la astucia (Santillán, 2006). El cuerpo se vuelve en ellos territorio, escenario y a la vez instrumento de las violencias (Serrano, 2005). A este respecto, el nivel de aceptación de la violencia física está dado por la gravedad de las heridas ocasionadas al adversario, causar la muerte o heridas de consideración son formas de violencia rechazadas y asociadas a la inmoralidad de los agresores.

La violencia juvenil, el incremento de la drogadicción, la delincuencia y los crímenes, afectan la calidad de vida del agresor, de su familia y de la comunidad de pertenencia. Sus secuelas no sólo se perciben a través del estigma que marca a sus parientes, o de los actos de agresión que vulneran la vida y producen condiciones de discapacidad en sus víctimas, sino que además socavan la estructura social mediante la reducción de la productividad y el valor de la propiedad en su zona de influencia. Los valores psicológicos, sociales y ecológicos que permiten medir los índices de calidad de vida son menores desde la primera infancia de los agresores hasta la adultez.

En el imaginario urbano los jóvenes son los principales promotores de la violencia e inseguridad barrial. En esta medida las representaciones de violencia y transgresión pueden responder o no a elecciones intencionales de los sujetos; considerando estos factores las comunidades leen su realidad poniendo el acento en valoraciones negativas, cosificadoras, y definiendo, así mismo, el modo de relacionarse con ellos. Las comunidades los identifican como una amenaza, por las enseñanzas y conductas negativas que puedan transmitir en los procesos de socialización, esta segregación y rechazo les dificulta establecer relaciones heterogéneas y realizar actividades más convencionales, facilitadoras de inserción social.

Ciertos atributos físicos, culturales o fenotípicos (vestuario descuidado o gastado, etnia, tatuajes) son una forma de estigma que operan como clasificaciones de peligrosidad, contribuyendo a construir y reafirmar estereotipos. El lugar de procedencia y los sitios de reunión son otra marca segregacionista, en este sentido, la calle, la esquina, el parque y cualquier espacio que los convoque al interior del barrio, son representados como zonas violentas (lugares de vagos, marihuaneros y ladrones), de confinamiento y desorganización social, que brindan posibilidades para transgredir, suscitando miedo entre los vecinos del sector.

Estos ámbitos no sólo son testigos del encuentro azaroso con otros a quienes se disputa su territorialidad, sino que son los primeros espacios que el individuo interioriza en su relación con el macrosistema, son marcos existenciales para la construcción de identidad. El barrio es re-creado por el sujeto a través de la interacción con otros, y a su vez le permite recrearse en su condición de persona, formando visiones y representaciones sobre el modo de enfrentar los efectos de la cotidianidad.

El barrio es el espacio donde se exacerban los conflictos personales y grupales, en ocasiones influenciados por eventos externos que determinan su dinámica. En Cali (Valle del Cauca – Colombia), en el caso concreto de la violencia sufrida en el Distrito de Aguablanca, los habitantes viven entre el miedo y la incertidumbre frente a las acciones de las pandillas armadas que se baten a duelo durante las noches, en especial los fines de semana, y cuyas acciones no están dirigidas exclusivamente contra la banda contraria sino que arropan a la comunidad en su conjunto. Quienes habitan la zona son conscientes de la fragilidad de sus vidas y de la creciente inseguridad que la amenaza. Pero a la par construyen visiones esperanzadoras de un cese de hostilidades generado por la muerte o el desplazamiento de algunos actores del conflicto. Estas creencias se fundan en experiencias anteriores, cuando se han presentado treguas no pactadas, para, posteriormente, dar lugar a una nueva escalada violenta ante la emergencia de otro líder o un reagrupamiento de las pandillas.

Las pandillas son identificadas como generadoras de mayores conflictos o encargadas de profundizar las diferencias que separan la periferia de las zonas urbanas. Estas agrupaciones que en otras épocas se regían por una regla de oro que promulgaba respetar a los habitantes del barrio y defender la zona de otros grupos o delincuentes comunes, hoy constituyen un problema difícil de solucionar, más aún si se tiene en cuenta que las políticas de seguridad del Estado apuntan a fortalecer la fuerza pública, la severidad de los castigos o justificar las acciones de autodefensa y “limpieza social”. Medidas que dadas las condiciones ya analizadas no disminuyen las tasas de criminalidad en el mediano o largo plazo.

En la actualidad el “compromiso” de delinquir en los extramuros para garantizar a los vecinos unos niveles mínimos de seguridad parece haber perdido vigencia dadas las barreras impuestas por el fenómeno de la territorialidad, que redujo el radio de intervención de los agresores a los límites imaginarios impuestos por la banda contraria, ubicando a los vecinos como víctimas principales. Pero las agresiones más fuertes se dirigen contra las familias de miembros de las pandillas enemigas, quienes son despojados de sus pertenencias, agredidos y expulsados de la zona.

Un modo de contrarrestar las acciones de las pandillas sobre la estructura comunitaria, consiste en reconocer las dinámicas que se desarrollan al interior de las comunidades para fortalecerlas, desarrollar procesos de auto gestión encaminados a generar mayor organización comunal, fomentar la confianza individual y colectiva y producir sentimientos de seguridad. La confianza interpersonal permite construir espacios de interacción para resolver diversas problemáticas propias de los ámbitos locales, igualmente sirve de barrera para repeler las represalias por denuncias contra las pandillas o expendios de drogas.

En este contexto, el Estado ha ido renunciando a su rol de árbitro en la resolución de conflictos ciudadanos y en su lugar se ha permitido legitimar formas de justicia colectivas, para hacer frente a la violencia urbana y en defensa de los intereses de las comunidades. En este caso, los reclamos de mayor control no sólo provienen de comunidades de estratos socioeconómicos altos, sino también desde las comunidades de clase media o baja, tipificadas peligrosas, quienes ven amenazado su patrimonio y su bienestar por la acción “ciega” de los infractores. En respuesta a estas problemáticas se han diseñado estrategias gubernamentales en dos sentidos: por un lado se apunta a reprimir las violencias que socavan la estructura social a través de la fuerza, y por otro a la privatización de algunos segmentos de la actividad de seguridad.

Con todo, la comunidad exige la aplicación de la ley, la defensa de los derechos y de las garantías asociadas a la condición de persona; de ahí que las representaciones de violencia y delincuencia que construyen los sectores pobres se acompañan de opiniones favorables y desfavorables sobre los jóvenes, sus familias y sobre el papel que desempeña el Estado, sus políticas públicas y sus agentes del orden.


Bibliografía

Briceño - León, Roberto (Comp). (2003): Violencia, sociedad y justicia en América Latina. Clacso. Buenos Aires.

De Souza Minayo, María Cecilia (2005): Relaciones entre procesos sociales, violencia y calidad de vida. [en línea]. En: Salud Colectiva, No. 1. [Consulta: 17 de julio de 2011]. Disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRedjsp?iCve= 73110105

Imbert, Gerard  (1992): Los escenarios de la violencia.  Editorial Icara.  

SANTILLÁN Corenejo, Alfredo (2006) Jóvenes negros/as. Cuerpo etnicidad y poder. Un análisis etnográfico de los usos y representaciones del cuerpo. [en línea]. Disponible en: http://www.google.es/#hl=es&source=hp&q=%22SER+JOVEN+ NEGRO%22+ENTRE+EL+RACISMO2C+LA+VIOLENCIA+Y+LA+REIVINDICACI %C3%93N+DEL+HEDONISMO.&aq=f&aqi=&aql=&oq=&bav=on.2,or.r_gc.r_pw. &fp=b7fb7dcbb87638d6&biw=1422&bih=739 

IMBERT, GerI


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