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La soledad de Manuel se llama Susana. Duerme cada noche junto a él en una cama ancha y larga como su ausencia. Lo acompaña en silencio en las horas de sueño y se evade temprano en la mañana, con el primer canto del gallo. En la parte del lecho que ocupa su cuerpo queda la huella del tiempo. Un perfil acotado linda con el abismo que forman sus figuras.

Manuel permanece quieto, roza el silencio.  Sus labios amordazados por las penas no saben atravesar el camino de espinas que conduce desde su soledad a la tristeza de su esposa. La escucha deslizarse suavemente por las baldosas y la acompaña hasta que cruza la puerta. Sólo entonces baja de la cama a desgano, recoge los restos de la noche. Sueños mojados, difusos, resbalan por sus piernas y buscan salida a través del desagüe. De vuelta a la habitación estira las decepciones de las sábanas, acomoda las almohadas y diseña sobre el lecho una pareja perfecta donde no caben sus vidas.

Ella le espera en la cocina con un pocillo de agua dulce y dos arepas sobre la hornilla. Manuel repasa sus argumentos, retira el polvo de las palabras borrosas con que supo excusarse la primera vez y que ahora cuelgan desvencijadas por diversos rincones de la casa. Hecha un poco de luz sobre los recuerdos. La memoria rebobina imágenes en un intento por darle coherencia al tiempo. Deja que la saliva lubrique su garganta y prepara la voz para decir la única frase que rompe la monotonía cada mañana a las seis en punto. Buen día, Susana. No hay respuesta.


¡Libertad... para pensar!  


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