Facticidad y validez Capítulo IV (2da. parte)

Reconstrucción interna del derecho (II): Los principios del Estado de derecho, pp. 199-236


Jurgen Habermas, Horizonte Femenino

 
En la primera sesión del capítulo cuatro de Facticidad y validez, Reconstrucción interna del derecho II: los principios del Estado de derecho, Habermas desarrolla la noción de Estado de derecho, rastreando la cooriginidad histórica existente entre éste y el poder político.    Para concluir ese aparte podemos señalar  que dicho rastreo tiene como objetivo último establecer las diferencias que se dan entre dos aspectos del derecho: “la legitimidad de los derechos y la legitimación de los procesos de producción del derecho y la legitimidad de un orden de dominación y la legitimación del ejercicio de dominación política (FV, 199).

Precisar esta tensión se traduce en un develamiento de las cuestiones que hacen posible y justifican el poder coercitivo del Estado sobre la colectividad, al igual que el ejercicio de la autonomía pública y privada por parte de los ciudadanos que atribuyen validez a las normas construidas intersubjetivamente.  Un orden político se reconoce legítimo si logra convencer de la pertinencia de las instituciones que lo confirman, y de la validez de sus pretensiones.

La dualidad estructural que posee la validez del derecho y la cual constituye la tensión interna entre hechos y normas, entre legalidad y legitimidad.  La validez legal relaciona las dos caras de esta tensión en una interrelación que hace el derecho, por una parte, en tanto hecho social, forzosamente coercitivo a fin de garantizar los derechos ciudadanos y, por otra en tanto procedimiento para conformar la ley, abierto a una racionalidad discursiva legitimatoria, democráticamente organizada (Mejía, 1997:36)

En el proceso de revisión de la génesis del Estado de derecho, Habermas expone los argumentos que hacen de su teoría del discurso una vía alterna para la construcción del poder político.  Esto es así porque en los estadios anteriores del derecho: derecho sacro y derecho racional, el poder político se legitimaba recurriendo a un derecho fundado en la costumbre, que era legítimo de por si e independiente al ordenamiento jurídico.  Estas dos estructuras, respaldadas por un poder dominación autorizado por un derecho suprapositivo, no lograron superar el antagonismo entre derecho y poder (FV, 214-215).  Por el contrario, la teoría discursiva del derecho pone en un  mismo plano el ejercicio del poder político y la producción de las leyes.

La razón práctica tenía por fin orientar al particular en la acción, así también el derecho natural pretendió circunscribir normativamente el único orden social y político que podía considerarse correcto.  Es más bien el medio lingüístico, mediante el que se concatenan las interacciones y se estructuran las formas de vida, el que hace posible la razón comunicativa  (FV, 65).

La participación ciudadana autónoma y simétrica en los espacios públicos de deliberación, para resolver problemas que competen a una comunidad jurídica, y siguiendo los procedimientos establecidos democráticamente para este fin, es el soporte de la soberanía popular, fundamento, a su vez, del modelo de democracia consensual discursiva (deliberativa) que propone Habermas.

Esta dinámica discursiva de afirmación de la opinión pública, en la que sujetos colectivos diversos compiten por imponer el mejor argumento racional, sobre la base del reconocimiento mutuo, y haciendo pleno uso de sus libertades comunicativas, posibilita la formación del poder comunicativo.  El concepto de poder comunicativo que desarrolla Habermas proviene de los desarrollos teóricos de Hannah Arendt.  La autora se refiere con él a la fuerza social que exponen las comunidades en el hacer político.  Habermas lo complementa argumentando que sólo mediante la acción los humanos asumen una forma de estar en el mundo y participar en él.  La facultad de actuar en relación con otros es lo propio del hombre en tanto ser político.  De ahí que la acción tenga una fuerte connotación comunicativa.

Habermas rescata de Arendt su lectura del poder en término de teoría del discurso, opuesta a las visiones tradicionales que relacionan poder y violencia como conceptos complementarios.  El poder no consiste en el uso de la fuerza para imponer una visión única de la vida política.  Es un diálogo abierto entre actores políticos del que se espera logre imponerse el mejor argumento posible.

Tal poder comunicativo sólo puede formarse en los espacios públicos no deformados y sólo puede surgir a partir de las estructuras de intersubjetividad no menoscabada de una comunicación no distorsionada.  Surge allí donde se produce una formación de la opinión y de la voluntad comunes, que con la desencadenada libertad comunicativa de cada uno “para hacer uso público de su razón” en todo los aspectos, hace valer la fuerza productiva que representa una “forma ampliada de pensar (FV, 215).

Al recuperar esta noción de poder Habermas busca darle una fundamentación epistemológica que no tenía el concepto arendtiano.  En Arendt no son claras las condiciones mediante las cuales una verdad puede esperar mayor aceptación racional que otra, según la razón o sin razón de sus argumentos.  Habermas afirma que muchas opiniones y convicciones no son susceptibles de verdad, y pueden generar un falso acuerdo, aunque sea públicamente establecido.  El poder comunicativo generado sobre una falacia resulta atentatorio contra los intereses de los involucrados (Giacomo, 2011:64-65).  Construir un concepto de poder que supere la imposibilidad manifiesta en los planteamientos de Arendt exige que los actores sociales puedan reconocer las convicciones engañosas que sustentan procesos alienatorios, de aquellos que permitirían una verdadera praxis comunicativa liberadora.

Si Arendt define que la distinción entre conocimiento y opinión no puede ser superada, Habermas demuestra que sólo es posible un verdadero poder comunicativo si se le da a los grupos la posibilidad de identificar la objetividad de las razones.   La deficiencia epistemológica identificada por Habermas en el concepto de poder de Arendt lleva esta noción hacia la senda de la tradición iusnaturalista.  El poder de la opinión pública queda asegurado por un fundamento distinto al de la praxis comunicativa.  Las promesas mutuas de los hombres se cristalizan alrededor de una figura del derecho privado.  Es ley, pero no en el sentido que Habermas da al aseguramiento de la praxis discursiva, pues la ley, en Habermas, sólo consolida institucionalmente lo que la coacción no forzada del mejor argumento ha hecho brotar de sí  (Giacomo, 2011: 65).  El poder comunicativo que propone Habermas es la fuerza con que la sociedad civil crea un derecho legítimamente reconocido, y aboga por la construcción de la democracia deliberativa.

 El poder no lo puede poseer nadie realmente porque surge entre los hombres cuando actúan en común y desaparece tan pronto como se dispersan de nuevo.  El poder brota de la capacidad humana no de actuar o hacer algo, sino de concertarse con los demás para actuar de común acuerdo  (FV, 214-215).

El poder comunicativo deviene poder administrativo a través de los procedimientos legislativos que el Estado de derecho comporta, y que convierten la voluntad del pueblo en leyes y políticas públicas.  El poder comunicativo es la bisagra que une indefectiblemente derecho y poder político.

En la segunda sesión del capítulo Habermas analiza las condiciones que han de cumplirse para la generación del poder comunicativo.  Inicia este apartado recordándonos que los derechos de participación política remiten a la institucionalización jurídica de una formación pública de la opinión y la voluntad, que termina en resoluciones acerca de políticas y leyes; esto es, el poder comunicativo del que hace uso la sociedad civil respaldada por un marco amplio de derechos fundamentales adquiere forma jurídica.  Este argumento recoge lo desarrollo en la primera sesión.  Ahora bien, por qué es importante la formación de la opinión y la voluntad pública.  Habermas señala que es necesario el establecimiento del poder político para que el principio discursivo (acuerdos consensuados) se haga valer en dos sentidos:

1. Un sentido cognitivo que permita filtrar las contribuciones y temas, razones e informaciones de modo que los argumentos elegidos consensualmente presuman de aceptabilidad racional.  Este sentido es el fundamento inexistente en la propuesta de poder comunicativo de Hannah Arendt.

  2. Un sentido práctico que posibilita las interacciones no violentas entre los actores políticos.  Las bases del poder comunicativo se encuentran en el entendimiento no coercitivo de los individuos, en el respeto a las percepciones e imaginarios particulares, en el reconocimiento de la identidad de cada actor y del papel social y político que juega en el concierto ciudadano.

Relacionar la producción discursiva del derecho con la formación comunicativa del poder se hace necesario para conciliar los asuntos relativos a las expectativas de comportamiento personal, de las cuestiones de persecución de fines colectivos.  La conexión entre expectativas (constelaciones dadas de intereses) y de fines elegidos pragmáticamente, y que la sociedad concreta en el Estado, amplía el ámbito de formación de la voluntad política al sumar a las razones morales razones éticas y pragmáticas.  Con ello el acento se desplaza de la formación de la opinión a la formación de la voluntad.

Las cuestiones políticas se diferencian de las morales.  Mientras las reglas morales, al concentrarse en lo que es en interés de todos por igual, expresan una voluntad absolutamente general, las reglas jurídicas expresan también la voluntad particular de los miembros de una determinada comunidad jurídica (FV, 219).

No es posible dar verdadera cuenta de las condiciones y circunstancias de la vida pública si para ello se parte de un esquema idealizado.  Habermas critica las teorías políticas que se basan en contratos que suscriben las personas ubicados en una situación hipotética.  No le corresponde al derecho regular contextos de integración general.  Los acuerdos, leyes y políticas públicas que nacen de la soberanía popular organizan el esquema de una comunidad concreta ubicada en un tiempo y espacio delimitado.   Sin embargo, en cuanto sistema de normas sociales que implica contenidos concretos y puntos de vista teleológicos, el derecho no puede agotarse en la política; si ello ocurriera se anularía la tensión existente entre la Facticidad de la política y la pretensión de validez normativa de la moral.  Tampoco puede el derecho limitarse a la validación de un orden concreto que le viniera previamente dado.

Sólo cuando una ley expresa un consenso racional en lo tocante a toda esta clase de problemas podemos decir que es general en cuanto a su contenido en el sentido de reconocimiento de la igualdad jurídico-material de los ciudadanos (FV, 222)

La regulación de problemas de que se ocupa el derecho abarca no sólo asuntos de justicia en caso de conflictos, especialmente se recurre al derecho para regular problemas que tienen su origen en la persecución de fines colectivos.  Estas dos tipologías de problemas surgen de los fallos en los mecanismos de coordinación de la acción social – influencia y mutuo entendimiento-, que Habermas recoge de Talcott Parsons.   Recordando a Parsons, este sugiere que los problemas de regulación de conflictos personales surgen durante el proceso de definición de las reglas de convivencia, y los conflictos que se presentan en la persecución de fines que se aspiran alcanzar y el mejor modo de conseguirlos.  A esto Habermas añade que en la definición de los fines no sólo debe aclararse qué es bueno para todos por igual; sino también, quiénes son (y quieren ser) los participantes de que se trate y cómo quieren vivir.

La ponderación de fines, hecha desde la perspectiva de determinados valores, y la ponderación de medios, hecha desde la perspectiva de la adecuación de estos para la consecución de fines de que se trate, conducen a recomendaciones hipotéticas que ponen en relación causas y efectos conforme a las preferencias valorativas y a los fines apetecidos (FV, 227).

Con respecto al contenido de las normas morales de que se ocupa el derecho, Habermas acota que el “deber ser” no se limita a lo digno de apetecerse.   Debemos seguir los preceptos morales porque los reconocemos como correctos y no porque nos prometamos de ello la realización de determinados fines, aunque se trate de la felicidad personal y el bienestar colectivo (FV, 220).  La fundamentación de las normas sirve a un convenio racionalmente motivado.  En el primer caso nos convencemos de qué deberes tenemos, en el segundo, de qué obligaciones deberíamos contraer o asumir.  En este punto Habermas acude a Rawls, quien distingue entre obligaciones voluntarias y deberes naturales.  Los primeros son productos de un ordenamiento jurídico, y los segundos son válidos entre los hombres como sujetos morales iguales.

Ahora bien, volviendo al caso de los conflictos que surgen por los fallos en los mecanismos de coordinación social, Habermas señala que cuando se trata de conflictos por convivencia el colectivo enfrentado a esta problemática se entiende como un cuasi-sujeto capaz de actuar enderezándose a un fin.  En el caso de los conflictos de intereses el colectivo se presenta como una comunidad de individuos que debate acerca de qué comportamientos pueden legítimamente esperar unos de otros.  Éste último colectivo, en aras de ejercer con eficacia su poder comunicativo, debe separarse de las instancias encargadas de ejecutar los programas acordados.

Siguiendo esta argumentación, nos dice Habermas que cuando los fines y valores compartidos por una comunidad se tornan problemáticos, las preferencias contrapuestas y en pugna expresan el antagonismo de los intereses proyectados, que no pueden desactivarse en el plano de los discursos.  Estos conflictos de intereses están enraizados en la forma de vida y en la historia de la comunidad jurídica, afectando la autocomprensión que ésta tiene de sí misma (FV, 228).  En estos casos entran en juego cuestionamientos ético-políticos sobre el quehacer de la vida en común.  La comunidad, como la entiende el autor, no es un agregado de identidades individuales que se adhieren a un proyecto colectivo.  La comunidad con sus historias y tradiciones, es el espacio de interacción donde cobran sentido preguntas de corte existencia ¿Quién soy yo? ¿Quién quiero ser? ¿Qué forma de vida es buena para mí? Y donde el yo descubre su marco de posibilidad y complemento.



¡Libertad... para pensar!


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