La construcción del concepto de identidad

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Inicialmente, la noción de identidad fue pensada por las tradiciones filosóficas griega y cristiana, para dar cuenta del hombre en relación consigo mismo.  Desde entonces ha sufrido un proceso constante de construcción y reconstrucción al interior de la filosofía y las ciencias sociales. Todo proyecto de repensarlo ataca frecuentemente la noción hegemónica que postuló descartes en el siglo XVII y que es considerada el fundamento del paradigma de la modernidad.   Para los deconstruccionistas y postestructuralista el concepto esencialista de identidad, que supone al hombre “dueño de sí y señor de la naturaleza y de la historia”, es un impedimento para conocer la realidad del hombre contemporáneo y de sus circunstancias.   

La identidad actual no resulta del ejercicio solitario de un ser que se piensa a sí mismo, sin relación alguna con la realidad social.  Los proyectos de reconstrucción mejor respaldados abordan el problema en sentido contrario.  El sujeto es pensado una construcción colectiva, en la que participan una persona y sus otros significantes.  Así mismo, el ser del hombre no se limita a una idea fija e intemporal, responde a una pluralidad de identidades que si bien no tienen el mismo valor sí coexisten armoniosamente en ella.  

1. Identidad individual

El problema de la identidad está entroncado en la historia de la filosofía y ha sido clave para pensar los asuntos fundamentales de su quehacer referidos a la igualdad, la libertad, la justicia, los dilemas morales, entre otros.   El concepto de identidad que dividió la historia del pensamiento occidental en dos, al estructurar una representación diferente del hombre, fue propuesto por el filósofo francés René Descartes, quien inaugura un sistema de pensamiento que si bien conserva el principio base de la idea de identidad sostenida por la filosofía griega y cristina: "el ser es idéntico a sí mismo", representó una ruptura con los postulados clásicos al poner en duda los conocimientos y los valores considerados irrefutables por sus antecesores.   De esta manera, el idealismo cartesiano construye una estructura basada en un único punto de certeza de la existencia humana: el yo (sujeto) y su conciencia (percepción de la propia existencia).  La identidad surge de la realidad y el conocimiento de ese yo, que se caracteriza por ser incorpóreo, unívoco, inalterable, a priori, racional, abstracto e independiente de los procesos sociales.      

A lo largo de los siglos XVII y XVIII el sujeto fundante de la tradición hegemónica moderna se impuso como criterio de validez para entender la realidad humana.  En épocas más recientes esa noción filosófica ha sido objeto de múltiples interpretaciones y perspectivas de abordaje desde disciplinas diversas, cuyas fronteras se confunden y entrecruzan.  La antropología, la psicología, la sociología y la literatura se aproximan al concepto de identidad revisando las transformaciones que ha sufrido en el tránsito de la sociedad tradicional a la moderna y las consecuencias que dichas transformaciones han producido. 

Desde el proceso de análisis y adaptación de la subjetividad de corte gnoseológico-epistemológico propuesta por Descartes, a los debates de la filosofía contemporánea y de las ciencias humanas, caracterizados por proponer una visión narrativa de la identidad (percibida un diálogo de experiencias particulares y colectivas con sentido y orientación, cambiantes en los espacios y en el tiempo), el concepto se somete a una crítica deconstructiva que aspira reemplazarlo por nociones más pertinentes que logren responder a los desafíos impuestos a las sociedades actuales.  Al interior de la filosofía, por su parte, el concepto es continuamente repensado, expulsado o negado, pero siempre en diálogo y por oposición a esa noción fundante.

El enfoque deconstructivo somete a borradura los conceptos claves.  Esto indica que ya no son útiles – “buenos para ayudarnos a pensar” – en su forma originaria y no reconstruida.  Pero como no fueron superados dialécticamente y no hay otros conceptos enteramente diferentes que puedan reemplazarlos, no hay más remedio que seguir pensando con ellos, aunque ahora sus formas se encuentren destotalizadas o deconstruidas y no funcionen ya dentro del paradigma en que se generaron en un principio. (Hall, 2011:13)

En un universo escindido entre el yo y la materialidad, la substancia pensante y la extensa, el sujeto cartesiano se basta a sí mismo.   Ya en la modernidad esta tesis encontró detractores.  David Hume, por ejemplo, concibe la identidad personal una ilusión, “resultante de la agregación de un conjunto de experiencias múltiples y particulares unidas por la imaginación” (Vergara, 2010:7).  Uno de los mayores esfuerzos de discontinuidad de la idea de sujeto cartesiana se encuentra en la obra del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, según éste autor, “no puede hablarse de cosa en sí porque ninguna cosa se da si no es en referencia a un horizonte de sentido, que hace posible su darse… Las cosas son obra del sujeto que las representa, las quiere, las experimenta.  También el sujeto, sin embargo, es algo análogamente producido, una cosa, como todas las otras” (Vattimo, 1992:28).  Las tesis de Nietzsche rechazan de plano la existencia de un sujeto conciliado, unitario, homogeneizante, al margen de devenir.   En sus planteamientos apuesta por una idea de sujeto que permita la irrupción de singularidades relativas capaces de narrar su propia historia.

Intentos de desenmascaramiento más contemporáneos los encontramos en la obra de Charles Taylor, quien para fundamentar su teoría del reconocimiento se remite a una noción de identidad individual que surgió a mediados del siglo XVIII y que postula la existencia de una mismidad inherente a cada sujeto.  Tal individualidad está amarrada a un ideal de autenticidad y autorespeto.   Taylor considera que toda persona debe ser reconocida y aceptada por su identidad única.  Ideal que se aleja de la propuesta unificadora de la filosofía moderna que reconoce igual dignidad a todas las personas, y que oculta la diferenciación bajo identidades mayoritarias o dominantes  (Taylor, 1997)

Un signo importante que diferencia la noción de sujeto actual con respecto a los planteamientos modernos es su carácter intersubjetivo.  La identidad no es posible sin la alteridad, el diálogo abierto con los otros.   Desde ésta perspectiva, la identidad personal tiene dos dimensiones: en primer lugar, una dimensión individual construida a partir de la representación de sí mismo en relación con otros interlocutores, y una dimensión colectiva, estructurada en razón de las semejanzas percibidas mediante la identificación. La primera da cuenta de lo individualmente único, diferente, que lucha por ser reconocido y aceptado, y la segunda de lo socialmente compartido, los vínculos definidos por etnia, edad, clase social, género y territorialidad. 

Un concepto de identidad no esencialista sino estratégico y posicional acepta que las identidades nunca se unifican y, en los tiempos de la modernidad tardía, están cada vez más fragmentadas y fracturadas; nunca son singulares, sino construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzadas y antagónicas (Hall, 2011:17)

La noción de identidad ha ido cambiando a medida que se reconfiguran las prácticas culturales y los discursos narrativos que definen lo otro.  Esta evolución continua permite percibir mejor los imperativos que establece la sociedad contemporánea con respecto a la tradicional.  En las sociedades tradicionales la identidad era de carácter hereditario por línea familiar y social.  No existía la perdida de sentido ni la libertad como reto.  Los hombres y las mujeres estaban obligados a vivir en los márgenes estrechos de la clase social de pertenencia.  En las sociedades  basadas en el logro la identidad personal es individualizada, fragmentada, un proyecto a largo plazo construido libremente, sin ataduras comunitarias o mecanismos de adscripción de clase.  

El sujeto actual vive en una constante crisis antropológica generada por el carácter  ambivalente de la individualidad.  Si por un lado, el individualismo se ha convertido en un vector de emancipación, por que incrementa la autonomía y reconoce al sujeto portador de unos derechos de corte regional y universal; es también un factor de inseguridad, pues cada persona es la encargada de organizar su vida y asignarle un sentido que ya no se encuentra en los referentes exteriores y tradicionales como la religión, la familia o el Estado (Fitoussi, 1997).   Berguer (citado por Martínez, 2006) señala que la movilidad consustancial que caracteriza al mundo moderno genera discontinuidad entre las diferentes etapas de la vida personal, obligando al individuo a transformar su definición de sí mismo, reinventar su pasado y proyectar su futuro en función de los cambios de rol, estatus, espacios, tipologías de familias, entre otros.

Entre las aportaciones de la sociología a la reinvención del concepto de identidad encontramos apuntes importantes en la obra del sociólogo español Manuel Castell.  En el volumen El poder de la identidad (2005), nos refiere que desde una perspectiva sociológica toda identidad es una construcción elaborada a partir de elementos tomados de la biología, la historia, la geografía, la política, la economía, los imaginarios sociales, las expectativas personales y las creencias religiosas.  En un contexto marcado por relaciones de poder dichos elementos facilitan a las personas y a los grupos organizar el sentido de su existencia.  Para comprender mejor el proceso de formación de la identidad el autor propone dar respuesta a cuatro interrogantes, a saber: ¿cómo?, ¿desde qué?, ¿por quién? y ¿para qué?  Una vez aclarados se pueden determinar el contenido simbólico y el sentido que esa identidad adquiere para quienes se identifican con ella o se ubican por fuera de la misma.

1.2.            Identidad colectiva

Aunque la identidad se define para un individuo dotado de sentido, con voluntad y psicología propia, por analogía el concepto se extiende al campo grupal, pese a que los grupos, los movimientos sociales, las comunidades, los partidos y las asociaciones no son entidades discretas, homogéneas y nítidamente delimitadas.   Los primeros trabajos elaborados en torno a la identidad grupal estaban sustentados sobre teorías filosóficas y psicológicas.  A mediados del siglo XX este campo de análisis es ampliado por la sociología gracias a la emergencia de los grupos, los movimientos sociales y las reivindicaciones colectivas.  A la luz de esta nueva evidencia la identidad colectiva deja de ser un vínculo homogeneizante que permite a las personas interiorizar la estructura de significados presupuestos y compartidos, y se convierte en una construcción subjetiva, resultado de múltiples interacciones sociales, que sirven a los individuos para diferenciar y ponderar sus cualidades.

La identidad social es producto de un proceso dinámico de pertenencia-comparación; inicialmente aparece la autodefinición que hace cada grupo partiendo de los rasgos que son comunes entre sus miembros, un segundo momento involucra la diferenciación de la colectividad con relación a los otros.  Con respecto a esta diferenciación existen dos concepciones relevantes, la primera fue postulada por Hegel, desde ésta interpretación las identidades son oposiciones que involucran el reconocimiento mutuo; la segunda, heredada de la filosofía de Carl Schmitt, concibe las identidades como una separación y conflicto radical entre amigos y enemigos (Vergara, 2010).  La diferencia en la identificación grupal es una característica importante de la identidad como la percibimos ahora.  Es un mojón, demarca la frontera entre nosotros y ellos, convirtiéndose en un límite simbólico que se dibuja y desdibuja bajo entornos cada vez más complejos.

Pero la diferencia es posterior a la frontera, sirve para excluir lo contrario, aquello que por oposición nos reafirma.  Según Frederik Barth (Citado por Bauman, 2011:5).  “Las fronteras no se trazan para separar diferencias, sino justamente, para lo contrario.  Es el hecho de haber trazado la frontera lo que nos lleva a buscar activamente diferencias y a tomar viva conciencia de ellas.”  En un primer momento la frontera es natural, da cuenta de la diversidad de personas y grupos.  Sin embargo, existe un segundo momento en que la diferencia pierde el carácter natural, se vuelve esencia, y establece a partir de ella una jerarquía violenta donde lo otro es rechazado, enajenado, incomprendido.

Otro aspecto del problema establece que pertenecer a un grupo requiere adscribirse a él y compartir los contenidos socialmente aceptados que se constituyen en marcos de percepción e interpretación de la realidad; sin embargo, este proceso de comunicación e integración no está exento de conflictos y modalidades de dominación en los niveles micro y macro en los que priman unos intereses por sobre otros.   Cualquiera sea el ángulo de análisis, la identidad colectiva e individual se dan bajo los mismos supuestos: son procesos dinámicos, continuos, cambiantes.  De ahí que la sociedad actual apremie a los individuos a forjarse un yo social, teniendo en cuenta el mercado, las tecnologías, los medios de comunicación y el consumo de bienes. Estos factores inciden en la elección y adscripción a los distintos grupos de interés.   Al respecto, Gracía Canclini analiza el papel del consumo en la estructuración de las identidades personal y colectiva.

La globalización es el pasaje de las identidades modernas a otras que podrían considerarse posmodernas.  Las primeras eran territoriales y monolingüísticas, las posmodernas son transterritoriales y multilingüísticas, se estructuran más desde la lógica de los mercados.  Operan mediante la producción industrial de cultura, su comunicación, tecnología y el consumo diferido y segmentado de los bienes (García Canclini, 1995:46)

En la actualidad, las reivindicaciones de justicia que rebasan las fronteras nacionales, la globalización, la internalización de la economía de mercado, la pérdida de los referentes sociales que asignaban sentido a la realidad circundante, el desmonte del estado de bienestar y el nacimiento de nuevas desigualdades, la desaparición de elementos identitarios como la raza, bajo principios más amplios de definición cultural, el incremento de la segregación, la conformación de guetos y grandes ciudades dentro de las urbes, desdibujan los márgenes de la identidad personal y colectiva, reconfigurando nuevas formas de ser y, en ocasiones, profundizando las diferencias.  

¡Libertad... para pensar!

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