Historia de vida: Golpe contra golpe


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Tibasosa, Colombia.


Por agotamiento, tomé la decisión de poner fin a la vida de mi exmarido el día en que el miedo dejó de ser un asco, cuando la distancia en kilómetros y las cuatro denuncias en la Casa de Justicia de la comuna no lograron detenerlo. Su recuerdo se convirtió en un reflejo triste de mi propia cobardía, de los cinco años que toleré lo intolerable, una vida compartida que no tenía salida más que la muerte. Él era un maestro convencido del poder aleccionador del castigo físico, y yo, su alumna desobediente, educada en disciplinas ajenas a sus intereses. Cada tarde, al regresar del trabajo y sin mediar palabra, me arrancaba de debajo de la cama, donde me ocultaba con mis dos hijos, como si mis cuerpos, sus cuerpos, fueran trozos de su propiedad. Así se anticipaba el sueño: mi respiración se volvía dificultosa, y mientras mis huesos se moldeaban bajo sus golpes, yo me aferraba al deseo inquebrantable de ver sus manos convertidas en cenizas, como mariposas que se desvanecen al rozar mis mejillas, polvo que regresa al polvo. La solución llegó con dos sicarios que, por la promesa de $150.000, se ofrecieron a sacarme del abismo. Pero la soga que tendieron para devolverme a la luz resultó insuficiente. Conocí entonces la otra cara del miedo. Mi exmarido, consciente de ser perseguido, llegaba a casa aterrado, con el corazón palpitante, lleno de una angustia que nunca me alcanzó. Acusaba a dos individuos de perseguirlo con insistencia, mientras yo callaba, guardando silencio o, a veces, tranquilizándolo, recordándole que no tenía enemigos visibles. Pero una tarde no regresó, y fui a identificar sus restos en la morgue. El cuerpo que reconocí ya no era más que un cascarón vacío, desprovisto de toda emoción, sin odios ni arrepentimientos, igual que yo. Le devolví un golpe con otro golpe. En ese momento, comprendí que mi lucha no era solo contra él, sino contra la sombra de mi propia resignación y miedo. La lucha no era solo por su vida, sino por la mía, por el coraje de no seguir sometida a la oscuridad que él había sembrado en mí.

¡Libertad... para pensar!

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