Un domingo en casa

Los domingos celebramos una fiesta en casa. Al despuntar el día, deslizamos las cortinas y abrimos las puertas al unísono. Los invitados de honor, la luz, el sol y el viento, son los primeros en llegar, revolviendo con entusiasmo todo a su paso. Una vez que la celebración está en marcha, nos dedicamos a sacudir el polvo de las emociones adormecidas, barrer los afanes matutinos, restregar el suelo y borrar las secuencias de nuestros pasos cotidianos. Imprimimos nuevas huellas que por el momento no adelantan nuestras acciones. Los niños que corretean por la casa se convierten en guirnaldas floridas, y nuestras esperanzas, en bombas multicolores.

El tic-tac del reloj marca las horas, la radio calla, el televisor pierde su encanto y la internet se desvanece. Reprimido, el silencio encuentra refugio en los rincones más distantes. La casa, en este instante, es solo nuestra. Está llena de alegría. En cada rincón, exhibimos nuestras mejores sonrisas. Nos vestimos con entusiasmo y el aroma a limpio de los sueños nuevos impregna el ambiente, permitiendo que la vida se renueve desde adentro.

Afuera, se acumula la pesadez de los días previos, recolectando energías. La sombra de las preocupaciones viste su traje oscuro. El cansancio remienda sus hilachas desgastadas por el constante paso de las horas. Los malos humores ensayan nuevos gestos en rostros antes imperturbables, y la tristeza aguarda, oculta bajo la tierra. Sin prisas, en la vera de enfrente, esperan pacientemente a que el día concluya y la rutina borre los vestigios de la festividad.

¡Libertad... para pensar!