Ranuras
Andrea tiene 40 años de edad y 4 de olvido. La memoria difusa y el olor aguardado de los
cajones viejos. Cada noche, antes de ir
a la cama, se archiva a sí misma en riguroso orden alfabético. Entre sus esquemas favoritos cuenta la C y la
H. De la primera le gusta su forma, un
círculo casi al cierre que sin llenarse nunca siempre se desborda. En las
carpetas así marcadas registra lo que sale y regresa a su vida sin prisa y sin
demora.
La segunda letra le inquieta porque es muda. Las palabras trastocadas o no dichas y
cualquier exclamación fallida se archivan bajo su nombre. La forma de la H simboliza un enigma,
comunica dos mundos opuestos e inexpugnables, y aunque puede ascender al cielo
cada mañana y descender al infierno cada tarde, se esfuerza por reptar entre
las paredes, sostenida por un hilo imperceptible de fonemas.
A Andrea la carcomen los recuerdos, que se apretujan con fuerza entre
carpetas informes. Desperdigados por la
casa se cuentan por cientos y se multiplican en un esquema de catalogación que representa
un reto para cualquier archivista. No se afana por organizarlos, antes de
dormir acaricia sin pausas el archivo muerto.
Simula reactualizar las fechas caducas.
Reafirmar la vigencia del olvido.
Extraviada en su realidad, se asoma a su interior a través de pequeñas
ranuras, abiertas en el tiempo, que se sobreponen formando una rejilla. Del otro lado de la ventana intuye a una
mujer sin rostro que se afana sin destino cierto por un pasillo oscuro y profundo.
¡Libertad... para pensar!