Historia de vida: "con manos de seda"
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Vegetación Laguna de Guatavita, Colombia |
Mi mamá nos trataba con manos de seda,
se había criado en Tumaco, como solía decirnos, “sin amor de padre y sin amor
de madre”, su mamita murió cuando ella era muy pequeña y
se encargaron de cuidarla personas ajenas a la familia. Cuando
contaba doce o trece años conoció a su padre biológico, quien regresaba de
prestar el servicio militar. Con él vivió algunos años hasta que
tomó la decisión de venir a Cali, apenas respaldada por un quinto de primaria.
Desconozco
su infancia, para ella tampoco era clara, no había secuencia en sus
recuerdos. En sus relatos parecía faltar algo que la aferrara a la
tierra. Deseaba un destino diferente para nosotros, fijarse en
nuestra memoria de modo que recordáramos los detalles más mínimos de nuestra
vida en común. A pesar de estar mayores nos besaba al despertar y
nos acariciaba como a niños pequeños, nos llevaba el desayuno a la cama y otros
gestos inolvidables “buenos días papi o mami, usted ¿cómo amaneció? ¿Cómo
durmió? ¿Qué necesita?”. No era grosera y nunca nos reñía en
exceso. Tenía una paciencia envidiable, mis hermanos
obedecían a disgusto, por ser jóvenes descreían las palabras de los
mayores. Ella no desistió, se rebuscaba de mil formas para llevar
comida a casa cuando papá demoraba el giro. Estuvo pendiente de sus
hijos hasta el final de sus días; murió de peritonitis hace tres años.
En
Cali trabajó en casas de familia hasta que conoció a mi papá, un guapireño
enamoradizo con quien formó un hogar y crió cuatro hijos. Ocasionalmente,
y cuando la “cosa se ponía malangas”, volvía a su viejo oficio para ganarse el
día o ayudaba a su marido con la venta de chontaduros. Yo soy la
mayor de todos, tengo 30 años, no sé con certeza dónde nací porque mis padres
llevaban cuentas diferentes, pero al parecer fue en Florida (Valle); Walter,
quien está preso tiene 28 años, de él se dice que nació en el Meta. Jhon
Fredy murió hace 5 años, tendría 26 y Arley el menor de todos y quien falleció
hace tres meses cumpliría 21, ellos nacieron en Cali. Mi familia de
origen se redujo a dos, aunque papá también cuenta, pese a que
conformó otro hogar en Palmira donde vive hace muchos años y tiene otros hijos
extramatrimoniales.
En
esta casa que él compró hace unos 25 años, cuando el barrio nacía y había
esperanzas de un futuro mejor, he reorganizado mi familia, intento mantener
unidos a tíos y sobrinos contemporáneos. Habitamos 6 personas: Mi
esposo, con quien vivo hace cinco años, es el padre de mi hija menor,
Camila, de un mes; él hace almohadas en un tallercito que alquila en el barrio
El Vallado, luego las vende en los pueblos cercanos, de eso vivimos y gracias a
Dios no falta lo necesario. Mi hijo mayor tiene diez años y
hace seis su papa murió abrazando las aguas de un río
chocoano. Mi sobrina de doce años también es
huérfana, no conoció a su padre, un vendedor de rosas a quien un ladrón mató en
1998 al salir de una fiesta en el barrio Doce de Octubre. Mi
hermano menor, también de doce años, hijo de una segunda
relación que estableció mi madre.
Con ellos hago un poco de mamá
sustituta, el oficio no me es nuevo; hace 20 años, mientras mamá trabajaba, era
la encargada de cuidar a mis hermanos, llevarlos y recogerlos del
colegio, calentarles el desayuno y el almuerzo que ella preparaba y velar
porque hicieran sus deberes. Los últimos años me asignaron un papel
diferente, era la hermana cansona, quien les llamaba la atención siempre que
cometían una falta o desobedecían, diciéndoles en tono más agrio esas verdades
que mamá expresaba con dulzura.
Mamá
y yo teníamos temperamentos diferentes, solía preguntarse de quien heredé mi
genio alborotado, pese al cual fui la única de sus hijos que no le dio muchos
dolores de cabeza. En casa ella se encargada de poner orden y
contenernos dentro de los límites. Papá nos dedicaba poco tiempo por
cuenta del trabajo y las preocupaciones por nuestro bienestar económico; pero
siempre estaba para corregir, aún después de formar su segundo
hogar y cuando mis hermanos eran adultos, mi mamá lo llamaba con la
esperanza de que supiera mantener en su cauce esas vidas que se desbordaban:
“vea esos muchachos están entrando tarde”, él respondía: “aahh eso es culpa
suya porque usted nunca los corrigió, es muy alcahueta, usted siempre les
estaba hablando como si fueran unas niñitas”.
Las
palabras fueron su estrategia para lidiar con estos problemas, les aconsejaba
no dejarse llevar por los amigos, evitar hacer daño a otros, se oponía a “las
malas juntas” que hacían presión del otro lado: “no le hagas caso a tu mamá,
vení”. Papá recurría a la mano dura, les hablaba de buena
o mala manera según las circunstancias, les enseñó a trabajar vendiendo
chontaduro o borojo, el oficio que conocía desde niño. Los llevó a
vivir a su lado cuando fue necesario, mis hermanos reñían con él por su
temperamento y regresaban a Cali: “no, mi papá regaña mucho, mi papá una cosa o
la otra, que yo no voy a volver”. Él se mantenía firme, decía no
entender a los jóvenes que rechazan el trabajo por coger lo ajeno, regañaba a
mis hermanos con vehemencia asegurándoles que sus esfuerzos como padre no
estaban dirigidos a criar ladrones. “Hasta que ya no, ya no hacían
caso”.
Vivimos
ese ir y venir y constantes sobresaltos desde que terminaron la primaria y
desistieron de volver a la escuela. Arley tendría diez u
once años cuando empezó a “coger la calle”, al cumplir 17 cambió de modo
definitivo, no nos dimos cuenta del proceso, pasó de la noche a la
mañana, como una mala noticia que te dan de pronto. Con Walter
ocurrió algo similar; el empeño de mamá logró que Jhon Freddy cursara
noveno. Yo, gracias a Dios, me graduó de bachillerato
próximamente. También he realizado algunos cursos informales de
peluquería y auxiliar de preescolar, cuando obtenga mi grado quiero aprender
tecnología en sistemas.
Con
tanto sacrificio de mi madre me resultaba incomprensible el comportamiento de
mis hermanos; pero siento que el barrio tiene su culpa, en este ambiente los
muchachos se vuelven agresivos, todo está dado para el delito. “Si
pudiera trastear esta casa para otra parte…sacarla de Cali y llevármela pa’
otra parte”. Recuerdo el caso de dos muchachos muy amigos y
buenos estudiantes, consumidos por la droga, si uno no tenía para el vicio el
otro: “aayy vení, yo aquí tengo los $500”, si se levantaban con ganas de no
consumir alguien les ofrecía facilidades. Sus familias los
separaron, uno vive en Medellín y el otro sigue por aquí, asumiendo la vida que
escogió, pues a los 17 años ya nadie piensa por
él. Otros dos jóvenes también amigos, no corrieron con
tanta suerte, ambos murieron a manos enemigas. El primero fue asesinado de un
tiro en la espalda la madrugada de un día cualquiera, al otro lo mataron al día
siguiente. El último era un muchacho raquítico de 14 años, sin
apoyo familiar, lo habían expulsado de la casa materna, en el rancho donde lo
acogían lo obligaban a vender marihuana para sufragar sus gastos. Su
muerte fue horrible, luego de dispararle los asesinos le dieron dos machetazos
en el cuello y lo apuñalaron hasta el cansancio.
Todos
mis hermanos fueron víctimas de este barrio, mamá vivía nerviosa temiendo lo
peor, los sábados de rumba entraba en crisis, yo salía a buscarlos con la
esperanza de ayudarle a conciliar el sueño. No valieron los
esfuerzos, Jhon Freddy murió, por cuenta de la territorialidad, un 25 de
diciembre cerca de las 8:00 p.m., un joven de 16 años le disparo en la cabeza
cuando volvía de una fiesta en el barrio comuneros I.
La territorialidad es un cáncer, resulta imposible no hacer un enemigo a escasas dos cuadras de distancia, y cada nueva camorra es una metástasis que debilita tu sistema dejándote en vilo. Pacho, como lo llamábamos, no tenía enemigos aparentes, era cansón y recochero; los vecinos lo acusaban: “tu hermano es muy jodido, muy atravesado y pelión”. Cuando se metía la pandilla que domina la otra mitad del barrio él salía “aletiao” a incitarlos con su largo y escuálido cuerpo.
Mis
recuerdos son más dulces, lastimosamente conocí algunos rasgos de su
personalidad por las impresiones de terceros. Para mí era un joven
inquieto como cualquier otro, a los 15 años renunció al estudio y se dedicó a
trabajar con mi papá vendiendo chontaduro, todos los días hacía el recorrido de
Cali a Palmira. Empezó temprano la vida marital, cuando se dejó con
su primera compañera tenían un niño de escasos dos años, en el momento de su
deceso vivía con su segunda esposa.
Arley,
mi hermano menor, me era más próximo, peleábamos y jugábamos siempre; tenía un
temperamento fuerte y sufría de arranques de rabia. Después de pelearnos
se entristecía, yo no le daba el lado; pero si por algún motivo necesitaba
hablarle me reprochaba: “no me hable, no me dirija la palabra”. Como
los otros hermanos heredó el oficio de papá y se le veía dedicado a ello,
preparaba y vendía chontaduros en cualquier esquina. Bebía y fumaba
sin tregua, los vecinos, que parecían saber más que nosotras, decían que fumaba
marihuana. No me consta. Le gustaba hacer
bulla, participarnos sus alegrías, prendía el equipo de sonido el viernes
a cualquier hora y lo apagaba el domingo en medio de la inconformidad de todos.
Al principio mamá acepto esos escándalos por temor a que rumbeara lejos de
casa, un buen día los suspendió y se fue con su música a otra parte.
En
el barrio tenía fama de corrompido, los comentarios de los vecinos le atribuían
varios delitos, eso tampoco puedo afirmarlo; sin embargo, una tarde alguien
cercano presentó una queja y mamá decidió creer. Lo hizo internar seis
meses en un centro de rehabilitación para menores, en ese lugar aprendió un
poco de sistemas y a elaborar artículos en madera. Su estancia allí
fue una tregua corta, a pesar de nuestro apoyo y de sus nuevas habilidades,
regresó con sus amigos de siempre y retornaron los conflictos. Ya no
escuchaba, gritaba como loco ante cualquier reclamo: “no me digan nada”,
azotaba la puerta y se iba.
La
muerte de mamá agotó sus recursos, se dedicó a vagar las calles sin rumbo, pocas
veces llegaba a casa. Las ocupaciones diarias me alejaron y desistí
de atenderlo como antes; entonces se desahogaba con los vecinos, les contaba
sus aspiraciones y problemas. Sólo recuerdo que mamá y yo buscábamos
enviarlo a Bogotá donde un primo que trabaja fibra de vidrio; nunca llegó la
fecha del viaje, a pesar de la ilusión no lograba realizar los trámites para
obtener la cédula de ciudadanía, cada fin de semana era lo mismo: “me llamas
temprano”, a nuestro llamado contestaba: “el próximo lunes, si Dios quiere, yo
ya voy a sacar esa cédula”.
No
todo era rumba y trago, ocasionalmente trabajaba construcción con un amigo del
barrio que lo llevaba a fundir plancha. Le desagradaba ese trabajo
agotador, regresaba de él como guerrero tras la batalla y se prometía no
repetir la hazaña: “no, es que eso es muy duro, yo no nací para eso”; pero
siempre volvía para contribuir al sostenimiento de sus dos hijas nacidas de
uniones diferentes. Sus expectativas laborales eran mayores,
aspiraba ser gerente, nunca mencionó el tipo de empresas a liderar, el sueño
era simple, hacer algo distinto a lo que imponen la pobreza y la falta de
formación para el empleo.
Los
barrios pobres asesinan en muchos sentidos, la primera muerte es quizás la
falta de oportunidades, la invisibilidad social, difuminarse ante el gran
público, sólo ser visible dentro de sus límites, esos que la territorialidad
demarca cada día más estrechos. La educación que recibí me garantiza
un empleo como vendedora de frutas o aseadora, con las pocas ventajas ofrecidas
hice lo que estaba a mi alcance. No sólo se trata de ser mujer,
aunque los sueños se discriminan por género, la pobreza hace morar los míos en
el limbo, postergados en una suerte de estación de paso en espera de ser
llamados a mi vida. Tal vez no lleguen a su destino, el otro día
quise conocer precios y requisitos para acceder al curso de peluquería, me
desilusioné, vale casi dos millones de pesos, como dos vueltas a mi propia
vida. “Si tuviera la opción de un trabajo ¿cuánto debería ganar para
hacer el curso, comprar los uniformes, conseguir los implementos y todo eso?
¿Cuánto será?”
Antes
percibía la vida de modo más simple, más tranquilo; ahora vivo una especie de
frenesí, todo está en desorden, no logro encontrar sentido o hacer inteligibles
las cosas. Me supera la violencia que azota estas calles. Los
muchachos se reprochan entre ellos “sí, vos sos de allá, vos sos un
raro”. Mi hermano Arley extravió sus pasos algunos metros lejos de
su trinchera y fue alcanzado por varios proyectiles, no sé quien le disparo ,y
en términos prácticos este conocimiento no le aporta a mi vida y menos a su
muerte.
El embarazo me impidió acercarme al lugar de su caída, que
también fue mía y de mi familia; nos amputaron un miembro sin anestesia y
estuve a punto de perder a Camila tras 8 meses y 16 días de
gestación. La muerte de un ser querido en condiciones tales produce
un dolor lacerante, impronunciable, y mi chiquita decidió adelantar su llegada
para arroparme con su alegría. Una vida por otra.
Pensar
diferente es una maldición que te condena a mal morir. Conocí el
caso de un estudiante de 14 años que vivía en el barrio La Unión de Vivienda, era
un chico “sano”, no pertenecía a ninguna pandilla; una tarde, mientras caminaba
por el barrio Antonio Nariño dos individuos lo apuñalaron sin mediar palabras,
sólo por atreverse a profanar su sagrada zona. Insisto con las
víctimas de la territorialidad, esa xenofobia que corrompe los principios
comunitarios más básicos y nos obliga a temerle a nuestros vecinos.
Nosotros
no pertenecemos a ningún lado, somos náufragos sociales aferrados como
garrapatas a estas dos cuadras que nos determinan, vivimos en esta ciudad
situaciones extremas de violencia, aunque a nivel general ningún barrio se
salva. Pero creo entender algunas formas de violencia o su
aceptación. El modo de corregir a nuestros hijos es violento,
falta diálogo y respeto; igualmente comprendo a las vecinas que soportan las
agresiones de sus maridos para asegurarles a sus hijos el sustento
diario.
Los grupos al margen de la ley aportan su cuota asesinando y
desplazando a las familias. Todos los agresores y algunas
víctimas exponen argumentos a favor; pero los ataques de los jóvenes, sin
importar su naturaleza, no tienen justificación para mí. Claro que
algunos muchachos del sector hacen afirmaciones que
suenan lógicas: “ahh yo lo hago porque no hay trabajo, porque mira
que en mi casa falta esto o aquello”. Yo en su lugar pediría,
humillarse es preferible a robar. Los “muchachos bien” roban porque
quieren, hacen daño sin razón, tienen una familia que les da el sustento y
lujos siempre que pueden, pero eso no les satisface, roban para consumir bazuco
y otras sustancias.
Qué
contradicción, vivimos al margen pero los hombres negros considerados
delincuentes son más visibles socialmente, los demás parecen no existir, se
camuflan. A pesar de los problemas con mis hermanos jamás usamos
términos que los invalidaran o hicieran sentir inferiores, para nosotros sus
dificultades eran superables, o eso creíamos.
¡Libertad... para pensar!