Historia de vida: "Juan Diablo"

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Municipio de Guatavita, Colombia

He vivido entre los límites de las violencias. Crecí agonizante bajo los golpes de mis hermanas y mis dos maridos; cuando creí que nada podía superar eso, caí en un barrio arrasado por delincuentes. Conozco de cerca los efectos que produce la delincuencia porque en mi familia hay una historia cruda e irrazonable, como todas las historias de violencia.

Mi hermana menor tiene tres hijos, dos varones y una hembra, nacidos en las contadas veces que su vida arribó al puerto de Buenaventura. Ella es para nosotros un referente de fortaleza y "berraquera"; fue la primera en salir de casa y montar su propio negocio. Vende fritanga en las ferias y circos que recorren el Valle del Cauca. Se esfuerza por salir de la pobreza, pero no rompe sus vínculos con la violencia.

Su vida marital desdice de su arrojo de espíritu. Su tercer marido soñaba emigrar al norte y hacerse rico; era un polizón ficticio, gastaba sus horas fumando, bebiendo y planeando viajes sin tiempo. Estaba convencido de que los hombres son tales porque montan putas. Bajo esta filosofía, crió a mi sobrino Mauricio y lo introdujo al consumo de drogas a los doce años.

Mauricio no estudió ni ambicionó profesión alguna, vive bajo el efecto de la rumba, el alcohol y los alucinógenos. Siguió las lecciones de su padre hasta convertirse en el hombre que es ahora. A sus 24 años es el “coco” de los habitantes del barrio Santa Cruz en Buenaventura, lo llaman “Juan Diablo”. Se camufla bajo la identidad de un guerrillero y junto a su pandilla roba, mata y saquea. Pero esa imagen no cuadra en mis recuerdos, en lugar de la bestia aparece un muchacho perezoso, tranquilo e inofensivo, altanero sí pero no violento.

Sus acciones expulsaron a mi hermana del puerto, atrás quedaron la casa y el negocio que son los nuevos cuarteles del grupo. Mi hermana naufraga entre las casas de parientes y amigos; se le prohibió volver a Buenaventura mientras viva su hijo. Hace algunas semanas llamaron para darle la noticia de su muerte. El interlocutor habló emocionado: "ve, que mataron a Mauricio, que lo mataron, que lo mataron. Descansó el barrio”. Mi hermana permaneció en silencio, sabía del atentado y que Mauricio se había escondido en Cali, cerca de nosotras; quiso saber del cadáver y le contestaron que había desaparecido. Colgó sin decir más.

Le pregunto a Mauricio, "¿Qué te vas a poner a hacer?" Él responde con disgusto “aayy no tía, no vaya a empezar con su repertorio, no quiero que me diga nada”. No me gusta tenerlo cerca; es una amenaza para nuestras vidas. Su madre tampoco habla del tema. En la última declaración como desplazada registró dos hijos. Cuando le propusimos exponer el caso ante la Ley de Justicia y Paz se limitó a decir: “yo a Mauricio voy a esperar cuando me digan que lo mataron y ya”.

¡Libertad... para pensar!

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