Historia de vida: "Diego el Santo"
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Municipio de Guatavita, Colombia |
He vivido entre los bordes de las violencias, esa frontera invisible que atraviesa los cuerpos, las casas, las ciudades. Crecí agonizando bajo los golpes de mis hermanas y de mis dos maridos. Creí que nada podía ser peor hasta que me vi atrapada en un barrio arrasado por delincuentes. Conozco de cerca el efecto devastador de la delincuencia, porque en mi familia las historias de violencia se cuentan con la crudeza de lo irrazonable.
Mi hermana menor es un ejemplo de fortaleza y "berraquera". Tiene tres hijos: dos varones y una hembra, nacidos en las pocas veces que su vida arribó al puerto de Buenaventura. Fue la primera de la familia en salir de casa y montar su propio negocio. Se dedicó a vender fritanga en ferias y circos que recorren el Valle del Cauca, buscando escapar de la pobreza. Pero, aunque lucha por salir adelante, no ha logrado romper sus vínculos con la violencia.
Su vida marital desdice de su fuerza. Su tercer marido, un hombre lleno de sueños vacíos, fantaseaba con emigrar al norte y hacerse rico. Era un polizón ficticio, que pasaba sus días fumando, bebiendo y planeando viajes que nunca tendrían fecha. Convencido de que ser hombre era sinónimo de montar putas, educó a mi sobrino Mauricio bajo esa misma idea y lo introdujo al consumo de drogas cuando apenas tenía doce años.
Mauricio nunca estudió ni aspiró a una profesión. Vive bajo el efecto de la rumba, el alcohol y los alucinógenos. Siguiendo las enseñanzas de su padre, se transformó en el hombre que es hoy. A sus 24 años, es el terror del barrio Santa Cruz, en Buenaventura. Allí lo llaman "Diego el Santo". Camuflado bajo la identidad de un guerrillero, lidera una pandilla que roba, mata y saquea.
Pero esa imagen no coincide con mis recuerdos. Cuando pienso en Mauricio, no veo al monstruo que otros describen. En mi memoria está el muchacho perezoso, tranquilo, inofensivo. Altanero, sí, pero no violento.
Sus actos, sin embargo, han cambiado la vida de todos. Mi hermana fue expulsada del puerto. Su casa y su negocio, los frutos de su esfuerzo, son ahora el cuartel del grupo de Mauricio. Ella naufraga entre las casas de parientes y amigos, prohibida de volver a Buenaventura mientras su hijo siga vivo.
Hace algunas semanas, recibió una llamada que anunciaba la muerte de Mauricio. Al otro lado de la línea, alguien hablaba con emoción: "¡Ve, que lo mataron! ¡Que lo mataron! Descansó el barrio". Mi hermana guardó silencio. Ya sabía del atentado y que su hijo se había escondido en Cali, cerca de nosotras. Preguntó por el cuerpo y le respondieron que había desaparecido. Colgó sin decir más.
A veces me enfrento a él. "¿Qué te vas a poner a hacer?", le pregunté una tarde. Su respuesta fue cortante: "Ay, no tía, no empiece con su repertorio. No quiero que me diga nada". Tenerlo cerca me inquieta; su presencia es una amenaza para nuestras vidas.
Mi hermana tampoco habla del tema. En su última declaración como desplazada, registró solo a dos de sus hijos. Cuando le propusimos denunciar la situación ante la Ley de Justicia y Paz, se limitó a decir: "A Mauricio lo voy a esperar cuando me digan que lo mataron, y ya".
Así vivimos, entre los límites de la violencia. Una línea delgada que no solo marca nuestra geografía, sino también nuestras almas. Un espacio donde la esperanza y el miedo conviven, donde los vínculos se rompen y se rehacen con la fuerza de la sangre y el peso de la memoria.
¡Libertad... para
pensar!