La gran vagina II: El trabajo
Me gusta ser cocinera, aunque no era mi deseo de niña, se ha convertido en mi ocupación principal. Durante años trabajé en un casino por un salario inferior al mínimo, asimilaba la situación recordándome la obligación de alimentar cuatro bocas.
La dueña del negocio no perdía oportunidad para humillarme: “si a usted no le gusta lo que yo le pago… hay mucha gente que puede trabajar aquí”. Un buen día me llené de valor, renuncié sin dar razones. Lo más importante fue deshacerme del sentimiento de pesar y sin salida que me embargaba. Dejé a un lado mis miedos y quise salir de la enorme cárcel que me envolvía.
Me ubiqué en un restaurante del barrio, trabajaba en una cocina estrecha con un muro innecesario que concentraba el calor y me hacía sangrar la nariz. La patrona tenía el mismo discurso que la anterior: “usted sí que se queja, aquí ha trabajado gente cinco o más años y no se ha quejado”.
El turno terminaba a las dos de la mañana, aunque vivía relativamente cerca, no quería exponerme a ser robada o agredida. A mi solicitud de dinero para el transporte, respondía: “no se queje tanto, usted puede irse por ahí. Vea “vigi”, llévela”. El vigilante me acompañaba algunas cuadras mientras en mí crecía la sensación de saberme inservible, alguien que no merecía siquiera llegar segura a casa.
Cuando le notifiqué mi renuncia, se ofendió: “¿por qué no va a volver si aquí le estamos pagando? Pues no se le paga mucho, pero se le paga”. Me llené de rabia y le contesté que algún día Dios los iba a voltear y volver mierda.
Me preguntó la razón de esas acusaciones, le indiqué que para mí la cosa estaba clara. No volví, fueron a buscarme alegando que no encontraban empleada. En ese momento comprendí que sé trabajar y que muchos empleadores solo nos ofrecen dos opciones: renunciar o callar. Yo elegí aprender a expresarme, a decir no.
¡Libertad... para pensar!
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