Los colores de mis días
Mi refugio imaginario predilecto, al cual me retiro siempre que la presión del tiempo y las urgencias de la vida me agobian, es una playa desierta en el vasto Océano Pacífico. Sentada sobre la arena, me deleito con la vista del mar y el atardecer. Esta panorámica evoca recuerdos entrañables: mis padres, mi infancia, amigos que la memoria no pudo retener, así como los mitos y rituales de mi amada Tumaco.
Sin embargo, se remonta especialmente a un Viernes Santo sin misa, donde mi único deber era observar la lluvia caer sobre un mar gris y sereno que se confundía con el horizonte. De ahí los nombres de mis hijas: Tamia, que significa lluvia en Quechua, y Liumara, una amalgama entre luz y mar.
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Tamia por Tamia |
Tamia, desde su primer aliento fuera de mi vientre, se presenta como una bebé grande de ojos negros y redondos, asombrados ante un mundo más amplio y colorido. Su nombre es un vínculo con las experiencias más gratificantes de mi vida: el aroma de la hierba fresca tras la llovizna, la alegría de escuchar las primeras gotas danzar sobre la techumbre de zinc anunciando el invierno, y el placer de dormir arrullada por su canto bajo una manta gruesa.
Tamia es una presencia que se impone con la fuerza de los elementos: rápida y fulminante como el rayo, estrepitosa como el trueno, a veces fría y melancólica como las mañanas lluviosas. Su figura púber parece insuficiente para contener tanto ímpetu.
Liumara, en cambio, es su reverso, con la tibieza y luminosidad del sol tras la llovizna y un carácter que fluye como el ciclo de las mareas. Superficial y profunda, es un espejo de agua, la cara visible del mar, que alberga un mundo fantástico poblado por seres creados por su imaginación.
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Mi familia por Liumara |
Tamia y Liumara son los colores de mis días, representando la simpleza y fragilidad de la vida. Yo soy solo la memoria que guarda celosamente los primeros recuerdos, cuando sus mundos comenzaban y terminaban en mi regazo.
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