Estrategia para matar un sueño
Esta historia se inspira en una imagen transmitida por la señorita
Amelia Evans, personaje principal de la novela La balada del café
triste de Carson McCullers. Esa mujer gris, difusa, encerrada en su
propio dolor, se asoma cada tarde a la ventana del segundo nivel de una
casa ruinosa que tal vez algún día caiga sobre sus huesos. La fuerza de
esta visión y su huella me llevan a idear una Estrategia para
matar un sueño.
Cuando ya no estés
construiré
barquitos con alas
que
surquen los mares de
mi
memoria y capturen,
con
sus grandes tentáculos,
los
recuerdos que fraguamos juntos
De
tarde en tarde, cuando el día asciende a la noche M y C coinciden
en un motel de las afueras. Él llega apresurado, oloroso a tierra, con el tiempo justo para lavarse un poco y esperarla. Se instala de
prisa mientras calcula lo que tardará ella en recorrer la distancia que
los separa. Con extremo cuidado organiza los elementos del ritual
nocturno: perfuma la habitación con velas de sándalo, ubica un
obsequio sobre la mesita de noche o bajo la almohada, según el humor
del día; retira las sabanas, C prefiere hacer el amor sin ellas, y
se acuesta desnudo sobre el colchón frío. A la hora del sexo M
tiende un puente entre su mundo y el mundo de C. Una vez dentro de ella
planta su cimiente lechosa en un terreno que percibe árido, plagado de
malezas. Con cada jadeo se interna más profundo, quiere arrancar de raíz la amargura y la depresión
que anidan hondo.
De tarde en tarde, cuando el día asciende a la noche C recorre varias calles para llegar hasta M. No lleva prisas. Hace la ruta a pie o en auto, según el clima. Llega tarde, arrastrando tristezas. No logra comunicarle a M que se ha extraviado y sus señales la conducen por parajes inseguros. Lo encuentra expectante, le deja un saludo rápido y se encierra en el lavado. Dilata el encuentro con excusas que él apenas escucha, mientras la desviste suavemente. A la hora indicada C intenta conectar su corazón al corazón de M, espera que aprenda a leer en sus rasgos los variados signos del universo. Después del sexo lo mira interrogante y le dirige la misma expresión invariable: “si aún no me descifras, estoy escrita en el lenguaje de las estrellas”.
En
las mañanas los dos construyen sus respectivos mundos. Él no
suelta sus amarras. Por temor a intoxicarse aprende a tomar a C en
dosis pequeñas, justo a la medida de sus cosas. La misma que le
entrega cada tarde al imaginarla sola, desvalida, triste; conformada por zonas oscuras que se iluminan poco a poco al mágico contacto de sus
dedos. Ella se desborda, se hace intensa, entrega, indaga, reclama.
Él tensa aún más sus cuerdas, teme dejarse arrastrar por la
corriente. Ella emite fulgores diurnos, opacados por el sol que
él simboliza, no teme a las alturas ni a las profundidades. Él
prefiere observar el panorama en tierra firme. Para C cada acto de amor por
M es un salto al vació haciendo jumping.
C ocupa la mañana en descorrer las cortinas que ocultan a M
tras bastidores, cuando al fin lo encuentra él diseña y controla el plató, crea
las situaciones que los obligan a representar el mismo papel absurdo y tan
sabido de siempre. Cansada de brillar, de dar muestras de sus habilidades
histriónicas sobre un escenario vacío, y teniéndolo a él como público, director
y coprotagonista, C se apaga al ocaso. El amor por M empieza a perder sus
matices, se vuelve un afecto fantasma; más efectivo que el veneno para
devolverla de plano a un horizonte sin luces.
La
madrugada del día 15 de mayo C despertó con un fuerte dolor en el
pecho y sabor a sangre en la boca. Durante la noche un hilillo rojo
recorrió su cuello hasta la almohada. Tres manchas testimoniaban el
hecho. Vislumbró imágenes de lo acontecido horas antes. Había
discutido fuertemente con M. Sin tregua e impulsada por el odio dejó
salir los malestares guardados. Su boca fue el conducto a través
del cual su corazón rebosado expulsó improperios, gritos y
obscenidades. Al concluir, sin darle tiempo de reaccionar, cerró la
puerta de su casa en las narices de un M estupefacto.
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Se echó a la cama sin fuerzas. Soñó que su cerebro era un pulpo
gigante que tomaba el control de su vida, decidido a poner orden.
Sigilosamente alargó los tentáculos hasta su corazón y lo tomó prisionero. Buscó en él la representación del amor por M, una
planta parásita cuyas raíces adventicias ahogaban los días de C.
Armado con tijeras y un machete inició la poda. Cortó sin dilación
una especie de cordón umbilical que nutria la planta. Seguidamente
arrancó una raíz gruesa y alargada, con claros signos de
descomposición, que representaba el acceso al corazón de M. Una a
una fueron desenterradas o cortadas las raíces y liberado el corazón
de su pesada carga. Este evento que C vivió en forma de sueño tuvo
dos manifestaciones físicas: la opresión en el pecho y los restos
de sangre en la almohada.
De
tarde en tarde, cuando el día asciende a la noche, C asoma por entre
las cortinas de su casa buscando huellas de un M abandonado; pero no
contesta sus llamadas ni responde sus mensajes de texto. La bandeja
de correo personal está llena. M aún no entiende, ella no quiere ser
obvia y expresarle en palabras, cual si fuera un niño, que vuelva a
sus brazos y le suplique perdón, que prometa quererla con todas sus
contradicciones y de ese modo absurdo como se quiere lo imposible.
Que no desestime el valor de las estrellas, aunque estén lejos,
aunque hayan desaparecido y su luz persista en alumbrarnos. Que en
el camino desde su corazón hacia su boca las palabras no se
transformen y adquiran el tono insulso de lo cotidiano. M no
descifra este lenguaje y C permanece firme. Al mirar por la ventana
la escolta un pulpo gigante, coronado rey una fría noche de mayo.
Si
bien he representado la ruptura de C y M como la acción de su
cerebro, cansado de desvaríos emocionales, lo que realmente ocurrió
se lo debemos a una buena amiga de ella, quien le compartió este ritual.
FORMULA
PARA MATAR UN SUEÑO
1. Aceptas que tu corazón está preso de un afecto fantasma que solo tú alimentas con tus emociones
2. Hecho lo anterior y consideradas las consecuencias que pueden desprenderse de ello, desnudas el afecto de los atavíos con que lo habías cubierto.
3. Agradeces a esa emoción pequeña y desnuda pasarse por tu vida a enseñarte una lección valiosa.
4. Abres la puerta de tu corazón para que salga.
Recomendación: si por algún motivo el afecto renuncia a dejarte dale un pequeño empujón, precisa ver la luz. Si ha madurado lo suficiente deberá elevarse hasta el sol. En caso contrario, tienden una manta en un lugar expuesto al sol - la de C. es de colores brillantes -, y recuesta en ella al afecto.
5. El sol hará el resto. Pueden presentarse dos situaciones:
a. El afecto logra alcanzar las alturas y trascender para dar lugar a otro sentimiento
b. El afecto morirá sobre la manta y sus cenizas viajarán esparcidas por el viento.
¡Libertad... para pensar!