Sobre vivir en Colombia

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Soy una persona diurna. Despierto muy temprano en la madrugada, porque tras largos años de estudio mi cuerpo se acostumbró a esta rutina, o porque como hoy abrí los ojos acosada por una de las imágenes que conforman mi galería de recuerdos inviolables. 
Quizás el título de la entrada sugiera pensar en experiencias gratificantes que nos reconcilian con nuestra visión del mundo, nada más lejano. Lleva este nombre porque cada una de estas memorias es un emblema de las ideas que reivindico a través de este blog.
La imagen en cuestión es el recuerdo de una mujer a quien hace ya varios años condenaron a morir decapitada. Sería fácil encontrar rastros de esta noticia en los archivos de prensa; pero no me interesa. 
No quiero alimentar este monstruo. La evocación es vaga, aunque real. Lo que me sacó de la cama fue la visión desolada de la mujer que aparece sentada a la orilla de una carretera rural; mientras un técnico antiexplosivos lucha por desactivar un collar bomba que lleva en el cuello. Hasta donde alcanzan mis recuerdos murieron ambos.
Las disciplinas de las ciencias humanas o de la mente tienen múltiples explicaciones para las conductas de los agresores que cometen delitos de esta naturaleza. Conozco algunas. Tampoco me interesa exponerlas acá. 
En esta entrada, que no debería siquiera aparecer en el blog, al menos no de esta forma, sólo quiero decir que estoy harta de tragarme tanta mierda: crímenes, violencia, corrupción, pobreza (no acostumbro usar términos como éste en mis escritos; pero sin duda es el más adecuado porque se siente bien expresarlo de este modo).
Estas reminiscencias no me asaltan todas las noches, no necesitan hacerlo. Cada día se suman nuevas atrocidades a la galería, cual más crueles y lacerantes. En ocasiones he intentado huir de las historias violentas que se imponen y cobran forma a través de mi escritura; sin embargo, el propósito sigue firme y cada vez más fuerte. 
Para mí, la única forma de hacerle frente a este engendro de la violencia es dejando que me respire su aliento putrefacto en la cara, abrir los ojos frente a ella y no quitárselos de encima. Dejarla que me recorra entera. No permitirme olvidar que en mi vida no puede haber espacio para la indiferencia.
En una entrada anterior jugué a colorear mi historia de vida como Colombiana.  Ahora me permito decir que en este lado del charco las situaciones no son tan diferentes a lo vivido en otras regiones del mundo donde los niveles de violencia y pobreza alcanzan cifras elevadas, por supuesto, haciendo las salvedades. 
Pese al estado de conflicto en que vivimos, los colombianos ostentamos el título de los especímenes más felices del planeta. No tengo idea de cómo se hacen tales mediciones y no viene al caso. Por ahí dicen que la realidad es anti predicativa. Muy posiblemente las estadísticas den cuenta de otro modo de evadir los acontecimientos asfixiantes de nuestra cotidianidad, como sea.
Con estas líneas deseo recordar a cada uno de los muertos que ha dejado el conflicto armado en Colombia, cualquiera haya sido su filiación y las circunstancias de su deceso.
Igualmente, quiero expresar el dolor que me embarga por cada compatriota que lleva en su corazón el odio, la intolerancia y la indiferencia que han parido cincuenta años de guerra. No voy a colorear este panorama desolador. Me tomaré mis pastillas de optimismo y diré con Diego Torres: "pintarse la cara, color esperanza tentar al futuro con el corazón.”
¡Libertad... para pensar¡

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