Querido Peter


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Santiago de Cali,
Enero 6 de 2014

Querido Peter,

En este arduo y lento aprendizaje de camino a la muerte, he recibido enseñanzas valiosas. Antes de ser adulta, no me consideraba una persona particularmente optimista, entendiendo por ello tener confianza en el futuro de fábula que nos venden las ciencias, las religiones y las ideologías. Me siento más cercana a la esperanza que afirma lo inevitable y que el mañana depende en gran medida de las decisiones que tomamos ahora. 

Pero lo ineludible no es una excusa, es consecuencia de actos pasados que determinaron el rumbo que siguen nuestras cosas. Hoy toda confianza en el mañana es vana y los hacedores de sueños proliferan tras cada esquina, escritorio o púlpito. Fabricarte un sueño a tu medida, con ingredientes nacidos de tu esencia y meterlo en una burbuja o en una cápsula, preservándolo de la corrupción y del tiempo, es un imperativo que te afianza a este mundo, cualquiera sea el motivo para seguir acá.

Mi pesimismo de antaño tenía raíces diversas, aunque he logrado cortar muchas de ellas, en mí persiste cierto grado de incertidumbre que considero sano. Una visión completamente optimista del mundo parece un tipo de ceguera porque niega y disfraza la realidad avasalladora de la condición humana. Pero no quiero deambular por caminos inescrutables, opuestos al objetivo que persigue esta carta, cuyo único fin es recordarte, amigo, lo que significas para mí.

Una de las enseñanzas más preciosas la recibí durante mi adolescencia a través del libro Siddhartha, de Hermann Hesse. Recuerdo que al leer el capítulo dedicado al hijo, sentí temor por la figura del viejo barquero Vasudeva, quien aconsejaba a Siddhartha dejar al crío hacer su vida: “Amigo, ¿acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque lo amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino”.

Decidí guardar esas palabras hasta que fuera lo bastante inteligente para entenderlas y llevarlas a la práctica. Con los años, las situaciones se pusieron en perspectiva y entonces comprendí. Supe que no es el grado de inteligencia, lo versado que resultes para captar las cosas al primer contacto o los conocimientos que tengas sobre áreas diversas los que determinan ese modo de acercarse a la vida. El primer paso para alcanzar tal entendimiento es estar desnudo ante tus ojos, con el alma expuesta a la intemperie y atisbar en la oscuridad algo a que asirte después de la hecatombe.

Dudo si en algún momento te he contado lo dramática que me resulta la adolescencia. Una etapa por lo demás violenta, en la que múltiples fuerzas actúan para darte forma y al final, el resultado puede no ser tan bueno. Mis recuerdos de ella son caóticos. 

Me visualizo como un puzzle al que le faltaban piezas que he ido encontrando a lo largo de estos años de adulta. Una de ellas fue darle un espacio en mi vida a ese fragmento guardado. Te preguntarás qué tiene esto que ver contigo.

Recuerdas aquella vez, a propósito de tu cumpleaños, cuando me confesaste lo infelices que somos si el amor nos niega. Lo oscuro que se vuelve el camino si estamos solos y los días remolcan la herrumbre de la añoranza. Temías que la espera agotara tus fuerzas, viendo los años pasar de prisa y tú, el regalo más precioso que ofrecerías al ser amado, llegar a su encuentro enmohecido por el polvo y la desesperanza. Debo aceptar que mi situación ha sido un poco similar a la tuya; no obstante, toda búsqueda se intensifica para mí donde el camino se bifurca. Las rutas únicas son concebidas por la soledad y el hastío.

Pensando en Vasudeva, no se trata de ahorrar penas o desilusiones bien sea de amigos o de parientes, sino de hacerlas soportables, poblar ausencias, acompañarnos en este trasegar respetando y aceptando las vicisitudes que cada uno debe vivir en solitario y sobre las cuales tenemos poca injerencia. Compartir un destino común mientras persista el sentimiento. 

Remar junto a ti bajo este cielo ha significado apersonarme de tus temores, tender un puente que comunique nuestras tristezas. Jugar a ser hada madrina, fiel escudero y doncella infortunada. Prestarte mis oídos y mis palabras en formas de pájaros para que canten las madrugadas tristes. Pero también cerrar mis ojos a lo evidente, percibir multitudes en una díada. Lo que significas para mí cabe en una mano que se ofrece entera. Tras largos años de estar perdidos, llegaremos, algún día, firmes y seguros al puerto.

Con afecto, M.

¡Libertad para pensar!

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