Locuras por amor
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Adolfo Bioy Casares |
Leí por primera vez La
náusea, la novela de Jean Paul Sartre en 1991, después la he revisado
aproximadamente unas 20 veces; pero no la leo completa, un acto semejante
resulta pesado por la forma en que Sartre deconstruye el mundo. La sensación que me quedó las primeras veces
que hice el ejercicio completo se asemeja a la experiencia del que habita un
edificio que está en demolición con él adentro. Con todo, tras años de incursiones esporádicas
a esas páginas, he ganado cierta fortaleza que me permite enfrentar con mayor
propiedad las embestidas de Antoine Roquentin, el personaje principal, un
hombre oscuro, melancólico, digno exponente de un mundo que ha perdido sentido.
Tengo dos buenas razones para leer La náusea, la primera porque se trata de un compendio de historia
de la filosofía. Repaso una y otra vez
sus líneas buscando los postulados de Rene Descartes, y es hermoso leerlos de
esa forma, envueltos en descripciones de un mundo que a Sartre se le antoja
ajeno, antipredicativo, hostil y que parece devorarnos. La segunda razón para internarme en ese
laberinto es un diálogo entre dos personajes que fue determinante a la hora de
construir mi percepción sobre algunas relaciones de pareja. El diálogo en cuestión es largo y parece
intrascendente. Dos personas frías y
desilusionadas están convencidas del absurdo del amor y otros sentimientos, le
dice ella (Annie) a él (Antoine), con quien sostuvo una relación amorosa años
atrás: “…Tú sabes que ponerse a querer a
alguien es una hazaña. Se necesita una
energía, una generosidad, una ceguera…Hasta hay un momento, al principio mismo,
en que es preciso saltar un precipicio”.
Dos años después de la primera lectura de La náusea
encontré una novela cuyas líneas relatan esa experiencia de salto al vacío que refiere Sartre, y que para mí representa
la mejor historia de amor leída. No le
concedo este mérito porque se trate de un relato rosa, de hecho, el amor es un subterfugio
para plantear teorías filosóficas: la inmortalidad, el eterno retorno. El título se lo merece porque la novela
expone con una maestría sin igual de parte de Adolfo Bioy Casares, su autor, un
modo de asumir las relaciones de pareja que resulta absurdo, irracional y
definitivo.
La invención de Morel, título de la obra en cuestión, narra la travesía de un personaje,
llamado escuetamente El fugitivo, en una isla remota a la que llega tras huir
de una condena a prisión perpetua. Algún
tiempo después de su arribo descubre que no está solo, la isla es habitada por
un extraño grupo de personas. El hallazgo
desencadena una serie de eventos que le hacen dudar de su juicio. Al final, descubre que los otros habitantes fueron víctimas de un experimento del Dr.
Morel, quien ayudado por una máquina condenó a sus espíritus a reproducir siete
días de sus vidas en un ciclo eterno que sólo es interrumpido por las
fluctuaciones de la marea.
La
invención de Morel no cuenta una
historia de amor convencional, el amor viaja en un solo sentido. Es el gesto de un hombre prendado de la imagen
de una mujer proyectada a través una cámara.
No hay puntos en común en estas
dos historias, más allá de la relación que les atribuyo, pues una de ellas ejemplifica el amor como un
acto loco y desesperado. Me gustaría, no
obstante, remitirme a la conversación que sostienen Annie y Antonie y revisar
si en La invención de Morel puede
darse una relación del tipo señalado por estos dos personajes.
La expresión de afecto de El fugitivo por Faustine, la
mujer de la imagen, es la última hazaña de quien renuncia a una vida precaria y
sola, por una ilusión vana y quizás imposible. En sus
gestos y miradas, dirigidas al vacío, a Morel o a un interlocutor ocasional, Faustine
contiene el mundo, lo hace acogedor, amigable.
El fugitivo siente que con ella puede poner fin a su búsqueda. En medio del asombro que le produce este
descubrimiento reprograma la máquina, se impone en las escenas previamente
grabadas para simular cercanía con Faustine y asegurarse una eternidad
juntos. El móvil de todos sus actos se
resume en la frase que cierra el libro: “Al hombre que, basándose en este
informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una
súplica: Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la
conciencia de Faustine. Será un acto piadoso.”
Si en La náusea
el amor es un gesto de generosidad hacia otro, en La invención de Morel ésta va dirigida hacia sí mismo. En el primer caso la generosidad no es un
regalo. El universo vital de Antoine
Ronquentin se construye y deconstruye continuamente, tras cada paso, en cada
acto y palabra. En tales circunstancias,
ser generoso no se corresponde con la naturaleza de las cosas, porque exige
partir de valores y convicciones que no están en juego, que permanecen
inmutables mientras todo cambia. Es
posible que la generosidad, como la percibe Annie, sea un ejercicio de libertad. En el segundo caso, no aplica la generosidad. Por un lado, Faustine desconoce la existencia
de El fugitivo, de ahí que no espere nada; por otro lado, ser generoso implica
dar u ofrecer algo que se cree necesario.
La generosidad, si existiera en La invención de Morel sería pensada por
nuestro personaje para beneficiarse a sí mismo.
Es él quien precisa una razón para continuar sus días. Su apuesta es más
radical que el proyecto de Morel, quien partió de hechos dados. Su interés es crear una simulación que a futuro,
si la tecnología lo permite, construya para Faustine un pasado en el cual él
sea su centro de gravedad.
Si el amor para Annie y Antoine requiere un gasto
adicional de energía que resulta inútil; El fugitivo hambriento, somnoliento y
aterido consumió sus últimos días modificando el experimento de Morel. Todo esfuerzo se acomete en función de lo que
se quiere. Si el consumo de energía se
convierte en sacrificio, el deseo es vano.
Sin embargo, no hay actos gratuitos.
Sartre nos ofrece una salida.
Existen las “situaciones privilegiadas”, instantes que alteran la
secuencia lineal de los eventos, y dan a la vida un sentido que no había tenido
antes. La irrupción del amor tendría
esta naturaleza, sólo al inicio, después se corrompe, adquiere el tono desvaído
de las cosas comunes. Sostener el
asombro, hacer del amor un “momento perfecto” que permanezca en el tiempo sí
demanda un gasto adicional de energía; pero ya no es inútil, es acción pura, la vida en movimiento.
Si el amor exige cierta ceguera para desestimar las
señales que desfiguran nuestra imagen idealizada, y para procurarnos compañía en
medio de la soledad absoluta, la proyección de Faustine no se sabe mirada. No se oculta a los ojos de El fugitivo, y en
ello radica la ceguera. Es la imposibilidad
de que el otro te reconozca devolviendo su visión de ti.
Finalmente, en esta confrontación de los
riesgos y sacrificios que exige el amor, aparece el salto al vacío, el atreverse. ¿Por qué atreverse resulta fundamental en un
mundo finito y contingente? No se engaña
quien así obra, no pasa de un estado de certeza a la incertidumbre. La vida en su continuo nos hace creer que
tenemos control y dominio sobre las cosas; pero lo que Annie y Antoine
descubrieron es que cada ente se impone como una existencia total, cerrada. El
otro no podrá traspasar sus límites.
Existe una frontera invisible y fuertemente custodiada que mantiene
inalterable los dominios personales.
Dejar que otro influya en tus propias decisiones no es una renuncia a hacerte cargo de tu vida, la libertad también se expresa de ese modo. Te hace creer que claudicas, te entregas;
pero es sólo un espejismo. Nada ocurre
en tus predios que no dependa de lo que tú decidas. El salto al vacío también puede interpretarse
de otra forma. Quien salta no
necesariamente se estrella, existe la posibilidad de quedar flotando. El vértigo que produce la idea del salto oculta
una realidad contradictoria.
¡Libertad... para pensar!