Historias de vida: Lucero


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Soy la hija mayor de mi hermana. Nací en Buenaventura, en 1974. Mi madre biológica murió cuando yo tenía tres años, cuando la sangre se derramó en su cerebro, arrastrada por la angustia de dejar a diez hijos huérfanos. No conservo recuerdos de ella; se me han borrado el contorno de su rostro y el aroma de su piel, como si la memoria se hubiera hecho un nudo que no puedo deshacer. Tampoco conocí a mi padre, que nos abandonó antes de su muerte, y su vacío ha dejado en nuestra historia una larga lista de parientes sin rostros.

El mayor de todos, un joven de apenas 18 años, quien debería haberse hecho cargo de nosotros, sintió tal peso sobre sus hombros que corrió tan lejos que jamás pudimos encontrarlo. Yo era la menor de todos, y fueron mis hermanas mayores, de 16 y 14 años, quienes se encargaron de mí y de otra niña de 5 años. Los demás fueron entregados a otras personas, sin que ninguna autoridad interviniera en este proceso. Las vidas de mis hermanos, y la mía propia, se tejieron con hilos de tristeza, abandono y violencia, huellas que el tiempo no ha borrado.

Si nuestra historia hubiera sucedido en tiempos más recientes, cuando existe más respeto por los derechos y mayores garantías para los niños, quizás habríamos tenido más suerte. Desconozco mis derechos, y los pocos que he llegado a identificar han sido violados una y otra vez. Mi historia se marca a partir de la muerte de mamá, cuando mis hermanas mayores se vieron obligadas a trabajar sin pago en casas ajenas. Las patronas, con una frialdad desconcertante, alegaban que no podían pagarles, pues ya nos habían recibido a nosotras. Para ellas, comida y techo bastaban para resolver nuestras necesidades.

Quince años después, me encontré en una situación que de algún modo repetía el patrón. Embarazada de mi primer hijo, suspendí mis estudios de bachillerato, pues la maternidad, de alguna forma, rompió en pedazos mis sueños de convertirme en azafata. Al no contar con el apoyo de mi familia, acepté trabajar como interna en una casa. La dueña me prometió una tarifa mínima, y, al sentirme acorralada, acepté. Pasaron tres meses sin que recibiera un solo pago, hasta que la confronté. Su respuesta fue que estaba pagando los pañales del niño, la leche y los productos para mi cuidado personal, y quiso saber si tenía alguna otra necesidad. Me devolvió la culpa: “Usted aceptó entrar así”. Aquel día, mi dignidad se quebró, pero aguanté tres meses más antes de renunciar. Hoy me pesa haber dilatado tanto la decisión.

Con los años, aprendí a exigir un único derecho que resume mis deseos como mujer y madre: el derecho a vivir tranquila. Para mí, eso significa tener empleo, salud, y una vida digna para mis hijos. Mi tranquilidad es mi derecho más preciado, y es lo que me impulsa a seguir. En relación a mis hijos—Alfonso, bachiller de 18 años, y Oscar, de 15 años y estudiante de quinto de bachillerato—también tengo el derecho a ser respetada y obedecida por ellos. Como madre luchadora, tengo el derecho a verlos vivir bien y a que se conviertan en seres útiles para la sociedad.

He querido olvidar los recuerdos de Buenaventura, y a veces afirmo no tener un lugar de origen. Las reglas de casa impuestas por mamá—porque mi padre rara vez estaba—no existieron para mí. A los 8 años, fui vendida a una mujer que vivía en Cali. Mi hermana, cansada de arrastrarme de un lugar a otro, quiso descansar de esa vida marchita y me entregó a cambio de unos billetes y la promesa de que allí encontraría amor y educación. Pero aquel cuento no era de hadas. Mi nueva "dueña" me trajo a vivir en una casa del barrio Junín, donde había montado un restaurante, y allí empecé a ayudar en la cocina. A partir de ese momento, comenzó mi verdadera historia.

Huyendo de la vida que me tocó vivir como sirvienta, me inicié como vendedora de frutas en los mercados móviles. Allí conocí al padre de mi segundo hijo, un vendedor de chontaduro con quien viví cinco años. Durante el primer año y medio, mi embarazo cambió la dinámica de nuestra relación. Él no me agredía físicamente por temor a dañar al feto, pero sus palabras, amenazas e insinuaciones dejaron cicatrices más profundas que cualquier golpe. Con el parto llegaron los golpes. Cualquier motivo parecía justificar su violencia. Solía decir: “Te puedo pegar porque tu hermana me dice que te pegue, porque a vos no hay nadie que te reclame”. Se sentía mi dueño absoluto. A veces, cuando intentaba hablar, me decía que había crecido sin padre, que su madre compartía su amor con tantos hombres que los hijos tuvieron que aguantarse el hambre.  Era una rabia contenida, una herida que nunca sanó.

Una mañana decidí abandonarlo. Tomé a mis hijos y alquilé una habitación cerca de mi trabajo. Él, al enterarse, fue tras nosotros. Aprovechando mi ausencia, amenazó a la casera y la obligó a cancelarme el contrato. La patrona, en lugar de ofrecerme ayuda, me devolvió el dinero y me aconsejó regresar con mi marido para "arreglar nuestras diferencias". Me sentía vulnerable, le expliqué mi situación, pero aun así nos echó a la calle, como si fuéramos perros.

Volví a casa, no siguiendo el consejo de la señora, sino buscando dejar claro lo que ya sabía: mi marido no tenía motivo alguno para retenerme, salvo su capricho. Él estaba acostumbrado a someter a las mujeres, creía que nadie podía dejarlo, que no importaba si ya no deseaba convivir con él. Tras algunas semanas, tomé la decisión de desocupar la casa. En respuesta, interpuso una demanda en la estación Los Mangos, acusándome de robarle como inquilina. La Fiscalía me obligó a devolver los enseres. Quise defender mis derechos, mostrándoles el registro civil de Oscar, pero me aconsejaron ajustarme al procedimiento y presentar una contra-demanda.

Años antes, lo había demandado en cuatro ocasiones por violencia doméstica; los casos estaban archivados en la Fiscalía, él nunca se presentó a las citaciones. Después del allanamiento, volví a insistir, pero él nunca asistió.

Empecé a sentir que mis recursos se agotaban, y fue entonces cuando una idea oscura me invadió: tal vez, en Colombia, la justicia estaba diseñada para favorecer a los malos. Movida por ese sentimiento, orquesté mi venganza. Por 150.000 pesos contraté a dos sicarios para matar a mi marido. Él parecía saber que estaba acechado, llegaba a la casa pálido, acusando a dos sujetos de vigilarlo con insistencia. Yo guardaba silencio, o le respondía que probablemente fuera su imaginación. No sé si al final llegó a sospechar mis intenciones. Tal vez fue la intervención de Dios, o la inexperiencia de los sicarios, pero el trabajo nunca se concretó. Decidí entonces regresar a Buenaventura, a donde vivían mis hermanas, y durante 12 años perdí su rastro.

En Buenaventura permanecimos tres meses, y pronto la violencia que viví allí superó incluso la sufrida en Cali. La vida cotidiana en el puerto era parte de un ciclo asfixiante. El día empezaba muy temprano, las mujeres del barrio iban de una casa a otra, mientras los hombres se emborrachaban y aconsejaban a sus hijos formar familia o emigrar al norte. No había de qué hablar: sueños, proyectos, visiones, todo estaba ausente. En esas comunidades, las personas nacen, crecen y mueren, sin conocer más allá de su miseria. No quería criar a mis hijos en ese ambiente, por lo que regresé a Cali, a enfrentar otra pesadilla: la discriminación por ser negra y pobre.

Mi llegada a Cali fue caótica. No tenía recursos para pagar un arriendo, así que me asenté en un rancho en una invasión del Distrito de Agua Blanca, donde vivía una de mis hermanas. Ella había logrado salir de esa vida, aunque no sé cómo, y ahora tiene casas en diferentes barrios. En ese momento, era la única que podía ayudarme. Elegí esa vida para poder pagar la educación de mis hijos en un colegio "más o menos". Mi hermana no entendía mi decisión, y me llamaba masoquista: - “¡Saque esos muchachos de ahí! Eso no es una escuela, ¡es tirar la plata! Déjame conseguirles algo más cercano, aquí también hay escuela.” Le explicaba que un mejor colegio significaba mejores oportunidades para el futuro, pero ella no entendía. Esa experiencia me enseñó que la discriminación también proviene de la familia, de aquellos que deberían alentarte a mejorar. Mi hermana quería verme hundida en la miseria.

Doce años después, logré salir de la invasión, y mis hijos estudiaban y trabajaban los fines de semana. El menor, Oscar, comenzó a trabajar como empacador en el Supermercado Mercar. Un día, un hombre se le acercó y le dijo ser su padre. Lo invitó a su casa, prometiéndole dinero. Oscar, con esperanza, me hablaba de estos encuentros, pero yo tenía mis reservas. Le advertí que no se dejara engañar por un hombre irresponsable. Sin embargo, Oscar insistió, queriendo estrechar esos lazos familiares que siempre le habían sido negados. El hombre le prometió plata para ropa y lo citó el 15 de diciembre. Ese día no apareció, y cuando finalmente lo hizo, le pidió más paciencia. El 30 de diciembre, Oscar fue de nuevo, esta vez acompañado de Alfonso, pero al verlos, el hombre lo insultó y amenazó con darle una paliza si no se marchaba de inmediato. Oscar, ya desesperado, pidió ayuda a Alfonso, y al ver a mi hijo mayor convertido en un hombre capaz de defenderse, el infeliz se escondió y nunca más nos contactó.

A lo largo de los años, desempeñé diferentes ocupaciones. Trabajé en una empresa que ofrecía servicio de corta prado, pero cuando intenté regresar a este trabajo, el dueño había vendido el negocio. El nuevo empleador, un hombre tosco, me dijo que no podía contratarme porque, según él, las mujeres "durante su ciclo menstrual" dañábamos los motores de las máquinas. Nunca había oído tal barbaridad, pero la menstruación se convirtió en una excusa para rechazarme.

Muchas veces acepté trabajos en condiciones infrahumanas. Como negra, sentía que nopodía esperar más. Los patrones decían: - “Si te gusta bien, sino ya sabes.” Antes no tenía la autoridad con que me visto ahora, y tenía que esforzarme para ser aceptada. En Colombia, cuando se llena una vacante, las influencias y la raza pesan más que la educación o el perfil. En el restaurante Costilla, donde trabajé, la condición más importante era tener una letra bonita, elegante; las otras solicitudes eran simplemente descartadas. En ese empleo conocí a un administrador cuya suerte parecía estar ligada a la mía. El hombre dejó la empresa por problemas de dinero, y poco después nos liquidaron a los empleados. Coincidimos en el Parque Yakú, trabajando en un restaurante. Él me vio y se sorprendió: - “¿Vos estás aquí, ah juepuchica?” No sé qué comentó a don Saúl, el dueño, pero al final, me dijo: - “No, mira, yo no voy a sacar a Santiago, porque es profesional, entonces, prescindiré de vos.” Si hubiese sido justo, nos habría confrontado para escuchar nuestras versiones. Pero no fue así, y como siempre, nos pusieron a nosotras en la peor posición.

Mi vida se ha tejido con hilos de lucha y resignación. La pobreza ha sido una constante, un lastre que nos ha mantenido atrapados en un ciclo sin fin. Mis hijos, como yo, cargan con el peso de un destino marcado por lo que la sociedad espera de nosotros: los pobres, los negros. Óscar, mi hijo, sueña con volar alto, con ser piloto. Pero la realidad le dice lo contrario, como le dijeron en la Escuela Marco Fidel Suárez, donde un encargado les dijo que esa carrera no era para gente negra. ¿Qué futuro les espera a nuestros hijos cuando la misma sociedad que los ha despojado de oportunidades se burla de sus sueños?

Óscar no quiere ser diseñador gráfico ni arquitecto, aunque dibuja bien. Su corazón late por el fútbol, un escape que le permite soñar con algo más grande, pero la falta de recursos lo mantiene atado a una realidad de puertas cerradas. Lo consuelo pensando que tal vez algún día, al formar parte de un equipo, podría cumplir su sueño, pero las promesas se disuelven como la arena entre los dedos. El fútbol, como tantos otros caminos, se mide en dinero, y nosotros no tenemos más que la espera.

La espera, sí. La espera de algo que nunca llega, que siempre queda fuera de alcance. Y, mientras tanto, los años pasan y la vida parece seguir su curso sin que nada cambie. Óscar, desubicado y perdido, no sabe qué quiere ni qué le gusta. Yo, que siempre quise que tuviera una vida diferente, solo espero que salga de este barrio, que se escape de este destino que nos ha marcado, que conozca el mundo y encuentre un lugar mejor.

Pero, al final, no puedo evitar preguntarme: ¿por qué siempre hemos sido pobres? ¿Por qué la vida nos ha dado tan poco? No tengo más sueños, solo una amarga certeza: mis hijos seguirán su propio camino, uno que no elegí, pero que aceptaré con resignación. Y yo, mientras tanto, seguiré aquí, esperando… esperando que, algún día, algo cambie.

¡Libertad... para pensar!

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