Un cuento psicodélico (II)
Los dos capítulos que conforman el relato son una profunda reverencia a todos aquellos que con sus letras me ayudan a ser la mujer que te escribe ahora.
Un cuento psicodélico II
Parecía no darse cuenta de la delgada línea que separa la humanidad de la barbarie. Los alaridos de las presas lo alentaban a seguir hurgando entre sus carnes, buscando no sé qué cosa que escondían sus cuerpos. Centraba sus indagaciones en la garganta. Imaginaba la existencia de un mecanismo que prendía y apagaba esas voces distintas a la suya que sólo emitía sonidos guturales ininteligibles. Un hombre mudo debe resignarse a su suerte. Sin importar cuánto arañe el silencio, su voz jamás traspasará las sombras. Su oído era un embudo a través del cual los otros se instalaban en su vida y la llenaban. Cada nueva palabra ocupaba un lugar fijo en su cerebro, las hirientes tenían mayor volumen. Al no encontrar un canal de salida se adherían firme y sobreponían unas a otras amenazando colmar el receptáculo endeble de su cabeza. Hablar era el único medio de liberarse de la esclavitud que le imponían los discursos. Decir es transformar, liberar cada palabra de sus ataduras y devolverla otra al extraño torrente de la vida.
Cuando fue un poco mayor empezó a salir a recorrer la desierta meseta. (…) Instalado en lo alto de una roca veía allá abajo a la gente que caminaba por las callejuelas del pueblo. Transcurrió bastante tiempo antes de que visitara el lugar y descubriera cómo eran sus habitantes. Ellos no tardaron en marcarlo y considerarlo un monstruoso hijo del pecado. Él intuía que de ese modo esperaban convertirlo en una sombra, para no tener que considerarlo un ser vivo y verdadero [1]. Una tarde avisó que se iba a otras tierras. Lo hizo valiéndose de aquellos gestos que tanta mofa causaban. Mamá intentó convencerlo de su error; pero él no admitía excusas. Su destino era la capital, el sueño de hacerse hombre y construirse un futuro que borrara cualquier acto escrito en pretérito.
No contaba con que era un objeto. Hacia parte de los bienes de la casa y sólo concluida su vida útil podía abandonarla. Mamá se dirigía a mí para justificarse con palabras fáciles: —No debes sentir lástima por él. Es terrible decirlo para una madre, pero aun así te lo digo: él no lo merece. Debes saberlo: (…) es alguien que no merece que se sufra por él [2]. Yo percibía en sus ojos la repugnancia, el asco y el temor con que lo miraba. Ella continúa - Algo más debe haber, algo a lo que yo no le encuentro nombre. ¡Santo cielo, apenas da la impresión de ser humano! Tiene un no sé qué de troglodita [3].
Una noche tormentosa escapo de casa y emprendió el camino sin volver la vista. Nuestra pequeña ciudad no está (…) ni siquiera cerca de la capital. Hay que cruzar mesetas desiertas y también extensos valles fértiles. Uno se cansaría con sólo imaginar parte de la ruta, y es completamente imposible imaginar más [4]. Él no se amedrentó, hacía el trayecto de noche por parajes solitarios, y descansaba en las mañanas. Estragado por el viaje y temeroso de consumir todas sus raciones en medio de la nada, al sexto día retorno al camino principal. A la distancia, descubrió el pueblecito, tendido al borde del río – pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando sobre el caserío arcaico, irregular. Ningún efecto le hizo la hermosa vista [5].
Se aproximó un poco buscando refugio y se tendió a dormir en las afueras doblado por el cansancio. Despertó sobresaltado al amanecer, cuando las luces del alba comenzaban a reflejarse en el cielo tornándolo naranja. Había escuchado un llanto. Se sentó y busco a su alrededor con la mirada sin dejar el abrigo de la covacha en la que había encontrado refugio la noche anterior. Todo estaba silencioso y no tardó en volver a tumbarse, intentando arrebujarse en postura fetal para defenderse del frío [6]. Cuando volvió a despertar el sol le daba en los ojos. Advirtió con sobresalto que alguien lo miraba de cerca. Era una mujer joven, que no parecía fea y que tenía, quizás, la cara congestionada [7].
La mujer lo guió a través de señas hasta el pueblo. Por entre los visillos de las ventanas asomaban caras informes siguiendo su marcha. No es frecuente que los forasteros entren en el pueblo a pie y a tales horas. Además, aquel hombre era jorobado. No mediría más allá de cuatro pies de altura, y llevaba un abrigo andrajoso lleno de polvo, que apenas le llegaba a las rodillas. Sus piernecillas torcidas parecían demasiado débiles para soportar el peso de su gran torso deforme y de la joroba posada sobre su espalda. Llevaba una maleta desvencijada, atada con una cuerda [8]. Traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja [9].
El jorobado se detuvo frente a la cantina. En su pueblo, sentía fascinación por ese lugar siempre vivo, del que salían gritos y risas por mayor. Cuantos más vivos, más serios y más profundos le parecían aquellos placeres. Pensaba que esa es la vida de verdad, la que se hace en esa casa. Con el derroche de buen humor que se gasta a diario [10]. La mujer lo instó a seguir caminando, pero él ya se dirigía hacia la puerta del local. El encargado salió a recibirlo con aprehensión, entendió tres o cuatro palabras ayudadas por algunos gestos y lo dejó a trabajar allí.
Era sábado por la noche, había muchos parroquianos y todos querían beber (…) El jorobado engulló la cena como si no hubiera probado bocado en varios meses. Mientras comía, una lágrima resbaló por su cara; pero sólo era una lágrima rezagada, no quería decir nada [11]. Del otro lado de la cortina le llegaban los ecos del salón. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel tiempo que acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía frecuentes apariciones en la sala [12]. Salió atraído por las voces. El de la guitarra abría las piernas en el centro del salón, sonriendo incansable bajo el bigote escaso, afinando ahora en el silencio expectante y sin respeto que le armaban los asistentes. Reconoció la expresión adormecida y gatillada de los mestizos y peones de quinta. Las mujeres eran pocas, raídas, chillonas y baratas. El de la guitarra blanqueó los ojos y empezó otro vals [13].
Una de las mujeres lo invitó a acercarse a su mesa. El jorobado quiso decir: ¡Ay! de mil amores lo hiciera, señora, pero es imposible darle gusto ahora, que tengo el gaznate más seco que estopa y me aprieta mucho esta nueva ropa [14]. Pero su voz se quebraba a cada nuevo intento, y unos alaridos espantosos se imponían por encima de las voces de la concurrencia. Se cansó de intentarlo y aburrido fue a parar al rincón más oscuro. Cavilaba sus reflexiones mientras deambulaba de una mesa a otra llevando los tragos.
Le sorprendió de pronto el sonido de la flauta. El de la guitarra dio paso al flautista, quien entonaba una melodía harto conocida. El jorobado se acercó a él sin despegar sus ojos del instrumento. Dejó que el ritmo cadencioso lo envolviera y quiso ser música, una nota, ese instrumento. Que los sonidos guturales de su garganta adoptaron el ritmo de cualquier melodía. Que sus palabras, si alguna vez las pronunciaba, fueran notas dispersas sin otra razón que el delicioso placer de cantar la vida.
Ya no sería necesario urgar entre las gargantas de sus víctimas para encontrar el mecanismo que activa el sonido del habla. Observar la alegria que fluye a su alrededor le basta para comprender el misterio de la voz, y los principios de la sociabilidad humana. El habla surge en una comunidad de reconocimiento y él era un paria, una negación. Es mudo quien carece de interlocutores.
¡Libertad... para pensar!
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1. Paul Bowles (1999). Cuentos del desierto. Editorial Suma de Letras, Barcelona. pp, 32.
2. Margarite Duras (1992). El amante de la China del norte. pp, 45
3. Stevenson, Robert Louis (2006). El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Editorial Valdemar. pp. 20.
4. Kafka, Franz (1999). El rechazo - La Gran Muralla China. Editorial Alianza. pp. 67.
5. Pardo Bazán, Emilia (1994). Un destripador de antaño y otros relatos. pp. 48.
6. Martínez de Lezea, Toti (2008). El verdugo de Dios: Un inquisidor en el Camino de Santiago. Editorial Maeva. pp. 120.
7. Bioy Casares, Adolfo (1978). El héroe de las mujeres. Editorial Emecé. pp. 16
8. Mc Cullers, Carson (1958). La balada del café triste. Editorial Seix Barral. pp. 7
9. Anónimo (2007). El lazarillo de Tormes. Editorial Punto de Lectura. pp. 6
10. Proust, Marcel (2000). En busca del tiempo perdido I, Por los caminos de Swam. Editorial Lumen. pp. 264
11. Mc Cullers, Carson (1958). La balada del café triste. Editorial Seix Barral. pp. 7
12. Dostoyevski, Fiodor (2009). Crimen y castigo. Editorial DeBolsillo. pp. 94
13. Onetti, Juan Carlos (1981). El astillero. Editorial Bruguera. pp. 129.
14. Pombo, Rafael (2013). El renacuao paseador. Intermedio Editores. pp.47.
Un cuento psicodélico II
Parecía no darse cuenta de la delgada línea que separa la humanidad de la barbarie. Los alaridos de las presas lo alentaban a seguir hurgando entre sus carnes, buscando no sé qué cosa que escondían sus cuerpos. Centraba sus indagaciones en la garganta. Imaginaba la existencia de un mecanismo que prendía y apagaba esas voces distintas a la suya que sólo emitía sonidos guturales ininteligibles. Un hombre mudo debe resignarse a su suerte. Sin importar cuánto arañe el silencio, su voz jamás traspasará las sombras. Su oído era un embudo a través del cual los otros se instalaban en su vida y la llenaban. Cada nueva palabra ocupaba un lugar fijo en su cerebro, las hirientes tenían mayor volumen. Al no encontrar un canal de salida se adherían firme y sobreponían unas a otras amenazando colmar el receptáculo endeble de su cabeza. Hablar era el único medio de liberarse de la esclavitud que le imponían los discursos. Decir es transformar, liberar cada palabra de sus ataduras y devolverla otra al extraño torrente de la vida.
Cuando fue un poco mayor empezó a salir a recorrer la desierta meseta. (…) Instalado en lo alto de una roca veía allá abajo a la gente que caminaba por las callejuelas del pueblo. Transcurrió bastante tiempo antes de que visitara el lugar y descubriera cómo eran sus habitantes. Ellos no tardaron en marcarlo y considerarlo un monstruoso hijo del pecado. Él intuía que de ese modo esperaban convertirlo en una sombra, para no tener que considerarlo un ser vivo y verdadero [1]. Una tarde avisó que se iba a otras tierras. Lo hizo valiéndose de aquellos gestos que tanta mofa causaban. Mamá intentó convencerlo de su error; pero él no admitía excusas. Su destino era la capital, el sueño de hacerse hombre y construirse un futuro que borrara cualquier acto escrito en pretérito.
No contaba con que era un objeto. Hacia parte de los bienes de la casa y sólo concluida su vida útil podía abandonarla. Mamá se dirigía a mí para justificarse con palabras fáciles: —No debes sentir lástima por él. Es terrible decirlo para una madre, pero aun así te lo digo: él no lo merece. Debes saberlo: (…) es alguien que no merece que se sufra por él [2]. Yo percibía en sus ojos la repugnancia, el asco y el temor con que lo miraba. Ella continúa - Algo más debe haber, algo a lo que yo no le encuentro nombre. ¡Santo cielo, apenas da la impresión de ser humano! Tiene un no sé qué de troglodita [3].
Una noche tormentosa escapo de casa y emprendió el camino sin volver la vista. Nuestra pequeña ciudad no está (…) ni siquiera cerca de la capital. Hay que cruzar mesetas desiertas y también extensos valles fértiles. Uno se cansaría con sólo imaginar parte de la ruta, y es completamente imposible imaginar más [4]. Él no se amedrentó, hacía el trayecto de noche por parajes solitarios, y descansaba en las mañanas. Estragado por el viaje y temeroso de consumir todas sus raciones en medio de la nada, al sexto día retorno al camino principal. A la distancia, descubrió el pueblecito, tendido al borde del río – pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando sobre el caserío arcaico, irregular. Ningún efecto le hizo la hermosa vista [5].
Se aproximó un poco buscando refugio y se tendió a dormir en las afueras doblado por el cansancio. Despertó sobresaltado al amanecer, cuando las luces del alba comenzaban a reflejarse en el cielo tornándolo naranja. Había escuchado un llanto. Se sentó y busco a su alrededor con la mirada sin dejar el abrigo de la covacha en la que había encontrado refugio la noche anterior. Todo estaba silencioso y no tardó en volver a tumbarse, intentando arrebujarse en postura fetal para defenderse del frío [6]. Cuando volvió a despertar el sol le daba en los ojos. Advirtió con sobresalto que alguien lo miraba de cerca. Era una mujer joven, que no parecía fea y que tenía, quizás, la cara congestionada [7].
La mujer lo guió a través de señas hasta el pueblo. Por entre los visillos de las ventanas asomaban caras informes siguiendo su marcha. No es frecuente que los forasteros entren en el pueblo a pie y a tales horas. Además, aquel hombre era jorobado. No mediría más allá de cuatro pies de altura, y llevaba un abrigo andrajoso lleno de polvo, que apenas le llegaba a las rodillas. Sus piernecillas torcidas parecían demasiado débiles para soportar el peso de su gran torso deforme y de la joroba posada sobre su espalda. Llevaba una maleta desvencijada, atada con una cuerda [8]. Traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja [9].
El jorobado se detuvo frente a la cantina. En su pueblo, sentía fascinación por ese lugar siempre vivo, del que salían gritos y risas por mayor. Cuantos más vivos, más serios y más profundos le parecían aquellos placeres. Pensaba que esa es la vida de verdad, la que se hace en esa casa. Con el derroche de buen humor que se gasta a diario [10]. La mujer lo instó a seguir caminando, pero él ya se dirigía hacia la puerta del local. El encargado salió a recibirlo con aprehensión, entendió tres o cuatro palabras ayudadas por algunos gestos y lo dejó a trabajar allí.
Era sábado por la noche, había muchos parroquianos y todos querían beber (…) El jorobado engulló la cena como si no hubiera probado bocado en varios meses. Mientras comía, una lágrima resbaló por su cara; pero sólo era una lágrima rezagada, no quería decir nada [11]. Del otro lado de la cortina le llegaban los ecos del salón. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel tiempo que acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía frecuentes apariciones en la sala [12]. Salió atraído por las voces. El de la guitarra abría las piernas en el centro del salón, sonriendo incansable bajo el bigote escaso, afinando ahora en el silencio expectante y sin respeto que le armaban los asistentes. Reconoció la expresión adormecida y gatillada de los mestizos y peones de quinta. Las mujeres eran pocas, raídas, chillonas y baratas. El de la guitarra blanqueó los ojos y empezó otro vals [13].
Una de las mujeres lo invitó a acercarse a su mesa. El jorobado quiso decir: ¡Ay! de mil amores lo hiciera, señora, pero es imposible darle gusto ahora, que tengo el gaznate más seco que estopa y me aprieta mucho esta nueva ropa [14]. Pero su voz se quebraba a cada nuevo intento, y unos alaridos espantosos se imponían por encima de las voces de la concurrencia. Se cansó de intentarlo y aburrido fue a parar al rincón más oscuro. Cavilaba sus reflexiones mientras deambulaba de una mesa a otra llevando los tragos.
Le sorprendió de pronto el sonido de la flauta. El de la guitarra dio paso al flautista, quien entonaba una melodía harto conocida. El jorobado se acercó a él sin despegar sus ojos del instrumento. Dejó que el ritmo cadencioso lo envolviera y quiso ser música, una nota, ese instrumento. Que los sonidos guturales de su garganta adoptaron el ritmo de cualquier melodía. Que sus palabras, si alguna vez las pronunciaba, fueran notas dispersas sin otra razón que el delicioso placer de cantar la vida.
Ya no sería necesario urgar entre las gargantas de sus víctimas para encontrar el mecanismo que activa el sonido del habla. Observar la alegria que fluye a su alrededor le basta para comprender el misterio de la voz, y los principios de la sociabilidad humana. El habla surge en una comunidad de reconocimiento y él era un paria, una negación. Es mudo quien carece de interlocutores.
¡Libertad... para pensar!
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1. Paul Bowles (1999). Cuentos del desierto. Editorial Suma de Letras, Barcelona. pp, 32.
2. Margarite Duras (1992). El amante de la China del norte. pp, 45
3. Stevenson, Robert Louis (2006). El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Editorial Valdemar. pp. 20.
4. Kafka, Franz (1999). El rechazo - La Gran Muralla China. Editorial Alianza. pp. 67.
5. Pardo Bazán, Emilia (1994). Un destripador de antaño y otros relatos. pp. 48.
6. Martínez de Lezea, Toti (2008). El verdugo de Dios: Un inquisidor en el Camino de Santiago. Editorial Maeva. pp. 120.
7. Bioy Casares, Adolfo (1978). El héroe de las mujeres. Editorial Emecé. pp. 16
8. Mc Cullers, Carson (1958). La balada del café triste. Editorial Seix Barral. pp. 7
9. Anónimo (2007). El lazarillo de Tormes. Editorial Punto de Lectura. pp. 6
10. Proust, Marcel (2000). En busca del tiempo perdido I, Por los caminos de Swam. Editorial Lumen. pp. 264
11. Mc Cullers, Carson (1958). La balada del café triste. Editorial Seix Barral. pp. 7
12. Dostoyevski, Fiodor (2009). Crimen y castigo. Editorial DeBolsillo. pp. 94
13. Onetti, Juan Carlos (1981). El astillero. Editorial Bruguera. pp. 129.
14. Pombo, Rafael (2013). El renacuao paseador. Intermedio Editores. pp.47.