El Dios de mis padres

Creencias Religiosas, Cristianismo características, Dios, Historia de historias, Religión,
Cucunubá, Cundinamarca, Colombia

     
    Desconocían mis padres en su sabiduría, oculta bajo capas y capas de preceptos inventados por otros, que la idea de Dios, aunque parezca rígida, es funcional.  Se acomoda a los gustos y tendencias del público más exigente.  Sin embargo, mis padres me legaron un saber incuestionable, antiguo y pendenciero, lleno de catedrales, monjas y clérigos, que representan el vínculo entre nosotros y una imagen divina al uso de estrategias institucionales.  Una idea oxidada que corroe cualquier indicio de libertad más allá del canon.

    Mis padres nunca hablaron de sus creencias ni de sus miedos.   De lo primero hay que decir que para ellos Dios era la única cosa cierta, las tragedias, el hambre y los conflictos ocurrían porque los pobres cierran la lista de prioridades de lo divino, o porque en sus afanes diarios se olvidan de creer lo suficiente.  Por su parte, el miedo representaba la luz de sus vidas, quien teme ha ganado el cielo.

     No se atrevieron a cuestionar la autoridad divina, porque es el último cobijo contra el misterio del mundo.  Negros y pobres, mis padres debieron ver en Dios el sentido de universalidad que no tienen nuestras prácticas humanas.  Y es bien seguro que prefirieron soportar los tragos amargos de los años terrícolas a saberse desprotegidos en la eternidad.

   Nadie les dijo que detrás de Dios se esconde la hegemonía de las razas y clases sociales que definen el orden del mundo.  Que Dios resulta operativo, cumple el rol más importante dentro del sistema: define, organiza y lubrica el engranaje en el que todos giramos.  Sin su presencia el mundo de ahora quizás garantizaría la satisfacción de nuestras necesidades básicas, porque Dios no puede ser condescendiente con la mendicidad y la pobreza.

   Los hijos de quien gobierna los cielos tienen nombre propio; los otros, el contigente de seres anónimos cuya existencia sólo cuentan las estadísticas, trabajan a sol y sombra, labran el destino de sus verdugos y por toda dignidad les reconocen la miseria, el pan diario, las zonas marginales, el techo sin cubierta o la banca de un parque.  Nadie les aclara que ninguna cruz, santo o martir puede protegerles del oprobio, de la violencia estatal y social, de la falta de oportunidades ni de la maldición de la raza.
 
  Mis padres murieron convencidos de que todos cabemos en el regazo dinivo.

¡Libertad... para pensar!


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