Magaly Alabau (1945)

Magaly Alabau, Mujeres escritoras del siglo XX, Derechos reservados, Escritoras cubanas,
Magaly Alabau, escritora cubana


Biografía

Magali Alabau, escritora, poetisa, actriz y directora de teatro cubana, nació en Cienfuegos en 1945. Su carrera artística comenzó con estudios de teatro en la Escuela Nacional de Arte Cubanacán. A los 18 años, dirigió el estreno de "Los Mangos de Caín" de Abelardo Estorino, una obra que se ha convertido en un clásico del teatro cubano.

En 1967, se estableció en Nueva York, donde fundó el Duo Tehater junto con Manuel Martín. Durante casi dos décadas, destacó como actriz, convirtiéndose en una pionera del teatro hispano neoyorkino y una de sus intérpretes más destacadas. Su talento también se extendió a la poesía, con poemas publicados en numerosas revistas y antologías en Estados Unidos, Europa y América Latina.

Entre sus obras poéticas se encuentran "Electra y Clitemnestra" (1986), "La extremaunción diaria" (1986), "Ras" (1987), "Hermana" (1989), "Hemos llegado a Ilión" (1992), "Liebe" (1993), "Dos mujeres" (2011) y "Volver" (2012), entre otras:

Magali Alabau ha sido galardonada con varios premios, incluyendo el primer premio de poesía de la Revista Lyra (1988), la Beca "Oscar B. Cintas" de creación literaria (1990-1991) y el Premio de Poesía Latina por su libro "Hermana" otorgado por el Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York (1992).

Su poesía ha sido incluida en diversas antologías, como "Poetas cubanas en Nueva York" (1991), "Poesía cubana: la isla entera" (1995) y "Voces viajeras-Poetisas cubanas de hoy" (2002). Magali Alabau sigue siendo una figura influyente en la escena literaria y teatral tanto en Cuba como en el extranjero.

No fue tan poderoso Fausto.

No fue tan feliz,

ni tan apuesto

ni tan equilibrado.

Fue eje de pasión

y de impaciencia.

Mefistófeles lo supo,

era el más paciente de los dioses,

el más sabio,

el que siempre ríe

mientras otros lamentan

las vicisitudes del contrato.


Aquí

Aquí

las sábanas y colchas son trincheras.

Si fuera Aladino

caería en la playa caliente de mi infancia. Te visitaría.

¿Te pintas el pelo todavía?

En el armario estarán las cartas de tu amante, mis

          fotografías de niña opaca,

postales de escuelas, recuerdos que se sientan

          conmigo en los subways.

Quiero respirar La Habana, recuperar el misterio

          de mi vida.

Ver los faroles y el oleaje del malecón picando el muro.

El frio me tulle.

En esta ciudad no se oyen campanas,

no huelen los dulces, ni el pan es caliente.

Quisiera tomar guarapo, mirar las palmas, oír

el pregón de los mangos.

Me congelo en la mugre de los sacos de nylon entre

los ruidos y el olor desinfecto.

Quisiera gastar las calles del Prado,

visitar los hoteles —las guaridas de noche—

tocar el mármol de los parques.

Meter las manos en los charcos de agua,

mojarme en la llovizna, empaparme.

Comer al mediodía el arcoiris y los papalotes.

Ver lavar en las bateas, correr después de

          tomar ron,

visitar a mis amigos, contarles

decirles que mi lengua no habla este idioma

trabada la ilusión extraña las palabras

las palabras las palabras

no es lo mismo decir window que ventana

no es lo mismo decir house que casa.


Nunca existirá el orden

en mi campo de oficio.

Nunca podré transformar este cuarto

en algo nítido.

Estos pisos me han visto

esperanzada, han seguido mi historia,

se han dejado tocar por mis caricias.

Sin embargo, ahora, están en plena guerra.

Me hacen jugarretas y conspiran.

Dejan nacer las ilusiones y al rato,

un tiro de escopeta, una granada.

Ahí defecó la perra.

Ahí vomitó el gato enfermo.

La escoba resiente mi furia.

Huele mal, un tanto repugnante.

La lavo, la aseo, la acicalo

y me topo con ese lavadero

repleto de latas de pescado,

de hígado, pedazos de papel corrugado

con ese criterio de las marcas en ventas.

Miro al frente: cientos de texturas

mugrientas, a punto de insultarme.

El piso está embarrado de salsas saboteadas.

El refrigerador es un tesoro de paquetes que no abro.

Zanahorias verdosas, protuberantes ojos

de papas aburridas que miran de soslayo.

Alguna mosca yace dentro del congelador

muerta de frío.

Le digo al café o a cualquier fantasma que lo sirve

que de paso me traiga las pastillas.

Dos para despertarme.

No confío en este yo de casa,

este yo de limpiezas diarias,

de esfuerzos sin cadencias,  omnívoro.

Tomo pausas, me adapto a las nuevas circunstancias,

sostengo mis libros sobre el pecho,

mientras limpio los miro, la ilusión de leerlos,

desencanto diario de unas pocas páginas cansadas.

Estoy en Elabuga, comienzo por el final, despego.

Estudio todos los ángulos, varios puntos de vista,

y me entra esta vivencia

de que he estado en esa habitación

con la gran Marina Tsvetáieva.

Prepara la soga y el anzuelo

como si estuviera remendando

calzones a su hijo.

Está ya del otro lado.

Ha escrito el último capítulo

y se encuentra con el papel en blanco.

Una tarea más. Quizás no sea hoy,

quizás su taza aún no se ha llenado.

La veo en la desnudez de los destinatarios,

en el silencio rondando su estatura,

pensando qué banquillo usar

para patear el aire

y quedar como ropa ultrajada,

añeja, descolorida.


Once horas,

un dólar por hora,

día y noche.

Hay que limpiar,

fregar,

preparar el desayuno, el almuerzo,

la comida, llevarlos al médico.

La niña se esconde debajo de la cama,

el varón se pasa el día llorando.

¿Quién me trajo

a la cueva

de este ciego?

Yo que necesitaba curarme las heridas

porque los viajes son como las guerras,

uno llega al otro lado con roturas

y remiendos,

tengo que ser testigo

y limpiar

hemorragias ajenas.

Ver de lejos, ver de cerca.

El ciego huele todo.

La mano delicada

busca apoyo.

Nula su mirada,

escucha.

Voz lastimera

que ha perdido

el poder

de las palabras.

Jugamos en la arena

a construir pirámides.

El niño rubio y flaco,

tan endeble,

con pantalones cortos,

su padre ya le grita,

compórtate como un hombre.

Un día en la playa

con nuestros desajustes,

aleteamos el mar

lastimando las olas.

¿Quién los llevará mañana

hacia la densidad del bosque?

¿Cuál era el nombre de la niña?

¿En qué esquina el niño pálido y rubio,

está llorando?

Era fácil servir el desayuno,

tan difícil oír los monólogos agrios.

Siempre hay alguien que se va y nunca vuelve.

El miedo a que nos perdamos

en el mar o en la lluvia,

en el rencor o el camino.

¿Quién dictamina cuándo uno respira?

¿Cuántas camisas de fuerza se necesitan

para explicar lo que es beneficioso,

lo mejor para todos?

Otra vez ordeno la maleta.

No quiero ver el ómnibus que ha de trasladarlos.

No quiero presenciar las filas

donde unos van a la derecha

y otros, sin remedio,

hacia la izquierda.

Ojos de zozobra, encharcados

fragmentos de una risa nerviosa

que se desintegra.

¿Qué pasos siguen los perdidos?

¿El de ese animal que separan de la madre,

que lo funden en un experimento,

que resguardan en la esquina

de un laboratorio, en una jaula,

para obtener esa sabiduría

de papel y olvido?

Serios escrudiñan

el sabor de la pena.

Me voy.

Mi role ha terminado.

Una interpretación más

en la nave teatral

de solitarios remos.

Rompecabezas y calcomanía.

Es cierto que también terminaré en una casa

de alguna ciudad extraña

donde me pondrán pañales y me darán compotas

y se reirán

porque pareceré un niño con la cara estrujada.

Claro que vendré a visitarlos.

Claro que los invitaré a mi casa

y que patinaremos en el hielo.

Nos escribiremos.

Pero no es así.

No guardaré postales

ni cartas ni direcciones

ni teléfonos.

Los romperé en el aeropuerto.

Es demasiado peso

para mi maleta.

Usaré las frases convenidas.

Parientes míos no eran,

él era un majadero.

Llega el día.

Trunca garganta.

Confundo la emoción con

distraimiento.

Tartamudeo,

trago en seco.

Me voy al Norte.

La nieve

y el frío

algún día

nos volverán

extraños.


El maquillaje chorrea

El maquillaje chorrea como la sangre en el Monte de Getsemaní

Para ponerme la máscara indispensable y pugilista

hay que encuadrarse delante del espejo,

mirar la luz y verse con reto.

El ómnibus se oye, desde adentro suena arcoiris encopetado.

El prisionero se pone la máscara de todas las mañanas.

El avión pasa.

Inercia de inodoro en el baño

espera que se seque la tábula rasa untada de heces blancas,

reparada por un señor llamado Pancake Max Factor.

El pomo de listerine verde,

la pasta, los grifos del agua sucia

El jabón, la tijera y las pinzas

Rosado lavado

mis encías, las canas yacen cortadas.

El cepillo, la piel de arena se unta de óleo.

El acto bendito de la mañana

Untarse de óleo, glicerina sagrada

Pan nuestro de cada día en esta casa

Papel de inodoro el pan, la eucaristía.

El vino, antiséptico rojo, determinante masterpint de lilstermint.

El bautismo, la ducha dada.

Ir al trabajo, ir a construir las pirámides verdes

que el viento sopla mientras más esclavos.

La inercia me hace poner cara en el hoyo del lavado.

Guillotina de agua: despiértame.

Mirando el inodoro el agua corre.

Como Sísifo, como Sísifo andando.

No hay reloj. No hay tiempo para los ojos tiesos.

No hay grito ni protesta

no hay sangre en las venas

veinte años ha sido la condena.

Las ojeras dejo en el espejo.

Muestran la noche próxima. Acuerdan el sarcasmo

Los labios son dos hojas de laurel amarillo.

Los dientes apenas lavados gritan

amargo tiempo

sonrisa

El manicomio espera

La cocina sólo tiene café

La puerta aguanta el chorro negro de entusiasmo ulcerado

El café, un tren necesario

Hervidero de pensamientos se hacen enseguida

al tragar el fango prieto,

emisario que grita hay que ir, hay que ir al trabajo.

Las ventanas están cerradas. Los autos pasando.

Qué bueno que las sábanas me atraparan el cuerpo

si pudieran caminar, si pudieran aguantarme

Si pudieran ser una camisa de fuerza a mi esperanza.

Qué bueno sería ir enterrada en un ataúd

y exponerme dentro del tren

ser escoltada por los Ángeles Guardianes.

Pero no, todo está sin vida

y como Dios, ausente.


Tengo miedo

Tengo miedo

de las acciones y los puntos

y de las pausas

y de mis preguntas

y de contestarme

y un paso que se corta

sudo

cuando no puedo

y no puedo ya nunca

y hasta cuándo

y hasta cuándo

y la diligencia que no acaba

y que se esfuma

y que vuelve y que se esconde y que miente

y que me confunde

y que no puedo decir ay

y que no puedo decir ay

y que no puedo decir ay

y que no puedo hablar

ni llorar

ni gritar

ni decir

una oración, si pudiera

una palabra

una sílaba

Si pudiera aunque fuera

ronca, partida

en sonidos decir no no no no.

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