Chuz Baquero (1951)

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Chuz Baquero, escritora uruguaya

Biografía

Chuz Baquero, nacida el 6 de octubre de 1951 en Montevideo, Uruguay, es una figura clave en la preservación y difusión de la cultura afrouruguaya, especialmente vinculada al candombe y al carnaval. Sexta hija del primer artesano de tambores, Baquero creció rodeada de la rica tradición musical y cultural de su comunidad.  Madre de siete hijos, ha jugado un papel fundamental en la transmisión de este legado a través de su participación en diversas actividades artísticas y culturales.

Aunque solo alcanzó hasta tercer año del Ciclo Básico en el Liceo José Enrique Rodó, Chuz Baquero ha sido formada por lo que llama la "escuela de la vida".  A través de su experiencia y vivencias, ha cultivado un profundo entendimiento de lo que significa ser humano y miembro de la comunidad afrouruguaya.

Baquero fue bailarina en diversas agrupaciones de carnaval, tanto en comparsas lubolas como en revistas, lo que le permitió representar y celebrar la cultura africana en Uruguay.  Su pasión por la música y el baile la llevó a ser cofundadora de Marabunta, una de las agrupaciones más importantes en el carnaval uruguayo.  Además, junto a sus hermanas, formó el primer coro de solistas mujeres en comparsas, abriendo un espacio crucial para la participación femenina en estas manifestaciones culturales.

El candombe y el carnaval son más que una expresión artística para Baquero; son la esencia de su identidad y la de su comunidad.  En sus memorias, evoca con nostalgia el antiguo barrio Ansina, un lugar que alguna vez fue el corazón de la comunidad afrouruguaya en Montevideo.  En este barrio, como en muchas comunidades marginalizadas, las personas vivían como una gran familia, compartiendo alegrías, penas, triunfos y derrotas al ritmo de los tambores.  Baquero recuerda los días en que todos se reunían para celebrar los triunfos del equipo de fútbol del barrio, Tacuarí, en festividades que duraban hasta el amanecer.  Los tambores y las lonjas resonaban como una melodía constante que unía a la comunidad.

A través de su narración, Chuz Baquero comparte una profunda nostalgia por esos tiempos, por la vibrante vida comunitaria que ya no existe de la misma manera.  Sin embargo, su relato no está marcado por el dolor, sino por el aprecio y la gratitud hacia esos momentos que siguen vivos en su memoria y en su corazón. Para ella, el barrio Ansina no son solo las ruinas físicas que permanecen, sino los recuerdos, las emociones y los sonidos que aún laten en su interior.

Poemas

Hablando con mi hijo 
de «la callecita amada». Barrio Ansina 

Mirando pasar el tiempo, viendo a su gente, recuerdo cuando el
barrio era alegre. Cuando digo el barrio me refiero nada más que a
ese pedacito de calle, ese pedacito de calle que tú ves ahí.
Esa calle en la que todos éramos como familia y todos
participábamos en la suerte o en la desgracia. Te digo, no puedo
expresar con palabras lo que siento cuando veo esas ruinas enormes,
esos patios vacíos, semiderrumbados, muertos. No es tristeza, ni
dolor, sólo nostalgia, porque lo retengo en mi memoria, con todo lo
que él era como cuando estaba vivo. Tuve grandes emociones, viví
mi primer romance, conocí el verdadero sentir de los tambores, hice
grandes amigos y aunque el barrio ya no exista y ellos se hayan ido
lejos, siguen latiendo en mí.
A menudo cerrando los ojos me dejo llevar por los sentimientos y,
por ahí, me parece sentir todos sus sonidos: los niños, los perros o
alguna madre agitada llamando a su hijo que se le escapó corriendo
detrás de una pelota con otros niños o el eco lejano de alguna lonja,
templando… y cuando todos los días eran de fiesta. Recuerdo todo.
Recuerdo cuando los fines de semana nos reuníamos alrededor
de unas grandes ollas de comida, las que se preparaban para
festejar el triunfo del cuadro del barrio: el viejo y querido Tacuarí.
Participábamos todos porque eso era el barrio: una Gran Familia 
que reía y bailaba al ritmo de los tambores hasta el amanecer. No 
creas que solo los tambores eran el barrio, hay algo más allá que
una aprendió a querer cada día, algo que no puede expresarse con
palabras, algo que solo habiéndolo vivido, se comprende… Por eso
hijo te digo, no es dolor, son esas cosas grandes y lindas que nos
quedan para recordar. Son cosas del alma, no es dolor, solamente
nostalgia.
Dolor, siento, sí, cuando algún visitante extranjero, y se busca
afanosamente mostrar un tambor y sus «negros» como lo más
autóctono. Y si se piensa eso: ¿Por qué, entonces, el ataque y la
segregación dispersando todo lo que era y es nuestra cultura
acunada en nuestros barrios?
Quizás, algún día, alguien te lo explique hijo. Mientras tanto espero 
que a través de mis relatos, aprendas a querer esto que aunque en
ruinas, encierra sentires, placeres, dichas y por qué no algún fracaso
de todo un barrio.
Tu Madre.

Texto publicado en la revista barrial El Maní Pelado,
1988, Barrio Sur, Montevideo


Quico Viejo

Mi nombre es Martina Acosta, soy la sexta de diez hermanos. Quizás
mi nombre no diga nada. Mi abuelo no se quién fue, supongo que
habrá venido de África, habrá sido esclavo, pero sí sé quien fue mi
padre: José Francisco Acosta y le decían Quico.
Si nos remontamos a otra época, y nos referimos a las llamadas, el
Quico fue fundador de comparsas en el tiempo en el que carnaval no
era lo que es hoy. Recuerdo que siempre contaba que una comparsa
venía desde la Unión, desde ahí salían y caminado llegaban a hacer
su presentación. Toda la comparsa caminando para concursar en un
solo día. El Quico Viejo, mi padre, fue el primer hacedor artesanal de
tambores para las comparsas, por ahí debe de quedar alguno de los
tantos que fabricó. El último que él hizo fue para Carlos Páez Vilaró.
Aquellos tambores fueron hechos no como se hacen ahora. Armaba
en forma rústica y bien artesanal. Conseguía en las barracas, barricas
o toneles donde antes venía la yerba. Las desarmaba y cortaba en
duelas. Aún me veo con mis hermanas, lijando esas duelas, en el
cordón de la vereda, para luego entregárselas a él, donde con sumo
secreto los armaba.
Lo ayudábamos, pero envuelto en un momento supremo, él no nos
permitía ver cómo los terminaba.
Sus tambores poseían una sonoridad, que no necesitaban de tanto
fuego para sonar como es debido. No se desarmaban así nomas. Eran
eternos.
Recuerdo una vez ver cómo armando un «chico» se le cayó y cómo
mágicamente volvió a enderezarse.
Hoy todos los que arman tambores deberían saber quién fue Quico 
Acosta; todo se lo deben a él.
Al primero que le enseñó fue a Juan Velorio, histórico hacedor de 
tambores. De ahí a otros.
El Viejo Quico hizo tambores para muchas de las legendarias 
comparsas: Añoranzas Negras, Fantasía Negra, Esclavos de Nyanza,
Lanceros de las Selvas Africanas, Morenada y tantas otras…
Recuerdo a José Antonio Lungo, dueño de Añoranzas Negras,
siempre encargaba los tambores a mi padre. Carlos Páez Vilaró decía: 
que los tambores de mi padre, el Viejo Quico, eran como los famosos
violines Stradivarius. 
Mi padre nos enseñó a tocar tambores, a pesar de que en aquella
época las mujeres no lo hacían, aunque había una sola mujer que ya
conocía el arte de ejecutar este instrumento.
En las navidades, salíamos a dar serenata a los vecinos. Papá llevaba
el tambor llamado piano, mi hermano Quico Chico, la guitarra y
nosotras cantábamos. Todas las navidades.
Nos inculcó el amor, el respeto por las tradiciones, por nuestra
cultura ancestral. Despertó en nosotros el gusto por el baile, el canto
… el candombe y por el carnaval. En la juventud y junto a mis
hermanas y otras chicas, fuimos las primeras solistas mujeres que
cantamos en una comparsa.
El Boyero, maestro de ceremonias del Teatro de Verano, nos bautizó
«las Cinco Perlas Morenas». Cantábamos muy bien. Antes carnaval
no era lo que hoy es. Salir en una comparsa era «mala palabra»: cosa
baja, negro, alpargatas, vino tinto; de ser lo que es hoy, habríamos
triunfado.
Hoy muere por salir todo el mundo: doctores, ministros…
Reconocieron que es nuestra cultura.
Me encantaría que cada persona que se cuelgue un tambor aprenda
a sentir y respetar eso tan bello que un negro como el Quico amó,
respetó, sintió y nos legó con tanta generosidad.
Un aplauso a mi padre el Viejo Quico y sus tambores.

¡Libertad... para pensar!

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