Historias de vida: Entre caminos y ríos
Sobrevivir en Cali ha sido un desafío que me ha obligado a adaptarme, aprender y resistir. Mis manos han conocido diversos oficios: empleada doméstica, vendedora y ayudante de obra. En este último, compartí dos años con otras madres cabeza de familia, revolviendo mezcla, enchapando pisos y pintando puertas y ventanas. Trabajábamos para un contratista particular que conseguía proyectos en unidades residenciales de Brisas de los Álamos y Chipichape.
Un día, después de meses de cargar sacos de cemento y dejar nuestros nombres tatuados en las paredes que levantábamos, llegó una oportunidad mejor: limpiar casas para entregar. El trabajo ofrecía prestaciones de ley y un salario digno, una rareza en nuestras vidas. El contrato nos lo consiguió el doctor Domínguez, un hombre influyente que alguna vez ocupó cargos políticos.
Cuando ese contrato terminó, conseguí un puesto en un negocio de comidas rápidas. Por esa misma época, Félix, mi esposo, y nuestro hijo, Tocayito, con la ayuda de un primo, lograron emplearse en CMO, una empresa de obra civil. Padre e hijo se levantaban juntos a las cuatro de la mañana. Se turnaban para preparar la comida, organizarse y salir al trabajo. Nunca los vi tan unidos, tan sincronizados. Pero esa aparente armonía no se reflejaba en nuestro hogar. Félix empezó a gastar los fines de semana en tragos. Llegaba a casa los lunes de madrugada, con los bolsillos vacíos y los ojos perdidos. Mi salario apenas alcanzaba para medio comer, y Tocayito tenía que cubrir los demás gastos.
Un día, cansada de la rutina, de las cuentas que no cuadraban y de las ausencias emocionales, una amiga me habló de Ecuador. "Allá hay trabajo, se gana buen billete", me dijo. No lo pensé dos veces. Dejé esposo e hijos y partí con un sueño en la maleta: conocer nuevos lugares, sentirme libre, descubrir qué había más allá de las fronteras de mi vida.
En Ecuador, la vida tuvo otro color. Viví algunos meses intensos, conociendo ciudades que hasta entonces solo había escuchado en noticias: Quito, la 14, Santo Domingo, Guayaquil. Caminé por mercados bulliciosos, aprendí a negociar en otra tierra y sentí que podía ser dueña de mi destino.
Pero, incluso a la distancia, seguía siendo el pilar de mi familia. Las reglas de la casa seguían siendo mi responsabilidad, aunque tuviera que gritarlas por teléfono. Félix, fiel a su carácter, continuaba excediéndose en sus palabras, y yo le recordaba que criar con vulgaridades ya no tenía cabida en estos tiempos. La televisión ahora nos enseña a educar, a mirar nuestra propia niñez con ojos críticos.
Mi niñez no fue fácil. Estudiaba medio día y el resto lo dedicaba a las tareas de la casa: preparar almuerzos, recoger agua del pozo, barrer el patio. Todo con la esperanza de obtener el permiso para jugar el fin de semana. Hasta para vestirme tenía que pedir autorización a mi madre, quien decidía si cierta ropa era "de salir" o "de casa".
Los jóvenes de ahora son diferentes. Compran lo que quieren, se visten como les gusta, viven bajo nuevas normas. Antes, si una mujer se ponía pantalones, la llamaban machorra. Ahora, si el hombre trabaja con una pala, la mujer también puede hacerlo. En esencia, la única diferencia es anatómica: ellos tienen pene, nosotras vagina.
A veces, me considero una mujer dura, jodida, como dicen por ahí. Pero ser así es necesario, porque los hijos de hoy no se adaptan a las reglas que una impone. En mi familia, las normas se están perdiendo, resbalan como agua entre los dedos. Mis hijos no me escuchan, son desobedientes. Sin embargo, insisto en que deben aspirar a una vida distinta, especialmente mis hijas. No quiero que dependan de un hombre que las pisotee por un bocado de comida.
La juventud de ahora se manda sola. Desafían a los mayores, gritan, pelean, incluso matan. La televisión los ha corrompido. Aunque dependen de los padres para su sustento, es Bienestar Familiar quien dicta las reglas. Nos han arrebatado la autoridad para corregirlos. No hablo de lastimar, sino de marcar límites, de enseñarles que la vida tiene un orden. Sin eso, crecen sin rumbo, y nosotros, los padres, terminamos llorando las consecuencias.
Mi historia no es solo la de una mujer que lucha por sobrevivir. Es también la de una madre que intenta, en medio del caos, construir un puente entre el pasado y el futuro, entre lo que fue y lo que aún puede ser. Porque aunque el camino sea duro, no dejo de caminar.
¡Libertad... para pensar!
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