Nelly Fonseca Recavarren (1922-1963)

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Nelly Fonseca Recavarren, escritora peruana

Biografía

Por mucho tiempo, la historia literaria ha sido narrada por y para los vencedores de siempre: hombres cisgénero, heteronormados, blancos, erguidos sobre cuerpos ajenos. Pero hay existencias que no piden permiso para escribir su nombre en la historia. Algunas, incluso, lo reescriben. Nelly Fonseca Recavarren, nacida en Pacasmayo en 1922, fue una de esas figuras que incomodan los márgenes y resquebrajan los moldes. Poeta precoz, espíritu libre, desafiante de género y promotora cultural, su vida fue un poema encarnado en silla de ruedas, terno y pañuelo de seda.

A los nueve años, un accidente escolar la obligó a una vida inmóvil. Pero para Nelly, lo inmóvil no fue sinónimo de inercia. Fue, por el contrario, el detonante de una revolución íntima y estética. En una Lima anquilosada por la moral católica y las convenciones sociales, la niña se rebautizó: Carlos Alberto Fonseca fue el nombre que eligió para habitar su nueva forma de estar en el mundo. No fue un disfraz ni una impostura: fue un gesto poético y político de libertad.

Así, firmó sus primeros libros —como Heraldo del porvenir y Sembrador de estrellas— con ese nombre masculino que no le era ajeno sino afirmativo.  A través de él, Fonseca no solo exploró la poesía, sino que también burló la vigilancia patriarcal que tanto limitaba la expresión femenina. Fue un juego serio con la identidad, mucho antes de que nuestras teorías queer pudieran darle palabras.

Pero no todo en ella fue ruptura. Fonseca también supo nutrirse del legado estético de su tiempo: dominaba el inglés y el francés, leía con avidez a los modernistas y vanguardistas, y componía poesía desde la adolescencia. Su primer libro, Rosas matinales, lo escribió a los doce años. La sensibilidad precoz que lo atraviesa no le impidió nunca ser también una intelectual afilada, crítica de su entorno. A los veinte años ya dirigía la página literaria de La Crónica y más adelante, la revista Palabra americana.

En su adultez, volvió a firmar con su nombre de nacimiento, como si ambos —Carlos y Nelly— se abrazaran finalmente en un gesto de síntesis.  Espigas de cristal (1955) y Raíz del sueño (1963) son los poemarios que sellan ese reencuentro con su identidad inicial, pero sin renunciar a la complejidad de lo vivido. Su poesía es, entonces, la de alguien que ha osado construirse más allá de los cuerpos y los pronombres, más allá del dolor físico, incluso más allá del tiempo.

Trabajó como secretaria del segundo vicepresidente del Perú, Rafael Larco Herrera, durante el régimen de Odría. Produjo teatro, promovió las artes, se dedicó al periodismo, a la astrología, al tejido. Y todo esto, desde una silla de ruedas. Porque si algo encarna Nelly Fonseca es la idea de que las limitaciones son invenciones ajenas cuando hay fuego interior.

Murió joven, a los 41 años, en Lima, pero su legado es tan indómito como su vida. Fue una figura incómoda para su época, porque osó decir no al mandato de género, al rol pasivo de la mujer escritora, a la falsa compasión de quienes la miraban como inválida. Hoy, su memoria exige ser rescatada no como una rareza biográfica, sino como una voz valiente que supo desafiar las convenciones y convertir su vida en un poema de cuerpo entero.

Nelly Fonseca nos recuerda que escribir es también vivir en disidencia.

Obras
  1. Rosas matinales (1934)
  2. Heraldo del porvenir (1936)
  3. Sembrador de estrellas (1942)
📚 Obras firmadas como Nelly Fonseca Recavarren

Espigas de cristal (1955)
Raíz del sueño (1963)

🎭 Obras teatrales (no conservadas o no publicadas formalmente)

Se le atribuyen dos piezas de teatro, aunque no se cuenta con registro oficial de sus títulos ni edición impresa. Son mencionadas en entrevistas y reseñas de su época.


Poemas

Aquel día

        Amor mío:
Si la muerte algún día nos separa,
nada tendrás de mi: ni un juramento,
ni un beso, ni una lágrima.

         Jamás tu mano aprisionó mis manos;
jamás tembló tu boca en mi garganta.
Sólo tus ojos me han besado el rostro,
sólo tu voz me ha acariciado el alma.

         Tu corazón y el mío
se abrazan con las alas...

         Pero aquel día en que por fin me pierdas,
no te quedará nada:
ni el temblor de mis labios en los tuyos,
ni el clamor de mi queja solitaria.

         Sólo estos versos tristes, que te besan
la voz y la mirada,
y el humilde recuerdo
de un corazón que se quebró las alas,
como un pájaro ciego, que golpea
una puerta sellada...


Sola

Para morir, yo cerraré mi puerta
cual la cerré para llorar. En vano
ha de llamarme alguna voz incierta
o golpearán con indecisa mano.
Para morir, yo cerraré mi puerta.

Quiero encontrarme con mi Dios a solas
y si es posible, a oscuras,
como se encuentran en el mar dos olas...
¡Así viví también mis amarguras,
en silencio y a solas!

Quiero, para morir, un rincón quieto...
La lámpara apagada...
Como quien va a escuchar un gran secreto
—que podría ser mucho o no ser nada—
lejos de oído torpe o indiscreto.

No quiero compartir esa agonía
de mis últimas horas.
Repartí mis monedas de alegría
y la luz y el calor de mis auroras...
¡Pero me pertenece mi agonía!

Para morir, yo cerraré mi puerta,
y así estaré tan sola
como lo estuve en la amargura cierta.
Flor de dolor que entorna su corola,
para morir, yo cerraré la puerta,
y aguardaré tremendamente sola,
el sueño del que nunca se despierta.


Soledad

Mi madre debió llamarme
Soledad.

Nombre inmenso como el cielo;
nombre amargo como el mar...
Mi madre debió llamarme
Soledad.

Soledad, porque mi boca
se ha olvidado de besar;
porque las rosas se mustian
sin abrirse en mi rosal,
mi madre debió llamarme
Soledad.

Un ángel negro, a mi vera,
siembra mis huertos de sal,
Jazmín que mi mano toca
no reflorece jamás.
Mi madre debió llamarme
Soledad.

Me llaman con otro nombre
que suena a plata y cristal.
Me llaman, mas no respondo;
pues, en mi lírico afán,
yo se que debí llamarme
Soledad.

Soledad de noche oscura
que presagia tempestad.
Soledad de campo raso
sin un árbol ni un cantar.
Soledad de lo infinito:
Soledad de cielo y mar...
Soledad como la mía:
¡Soledad!


Raíz del sueño

Te llevo en mí, como raíz del sueño,
penetrando mis hondas soledades.
De tu recuerdo nacen los poemas,
pero se van nutriendo con mi sangre.

Hubo en tu vida comunión más íntima…
¡Hubo, acaso, emoción más perdurable?...
Sobre mi vida en flor cruza tu aliento
tal como un ancho río fecundante.

Cada estrofa que se abre entre mis manos,
—hecha a tu propia imagen—,
trae consigo un hálito infinito
que no logran los frutos de la carne.

Otras pueden tomar sobre tus labios
la caricia fugaz, el beso fácil.
Yo apenas te retengo en esa zona
donde el instinto se convierte en arte.

Y estás en mí, como raíz del sueño,
poseyéndome el alma, sin tocarme.
Tú eres el carrillón y yo el sonido
que se fuga en el viento de la tarde.


Yo quiero ser un mástil

Yo quiero ser un mástil erguido entre la niebla
para orientar el vuelo de las aves remotas.
Y sentiré en mi tronco latir un alma de árbol
la noche en que rescate a una gaviota.

Yo quiero ser un mástil erguido entre las sombras
que la aurora empavese con grímpolas de seda,
y escuchar las salmodias del viejo campanario:
el grave hermano blanco que ahuyenta estrellas.

Yo quiero ser un mástil inmóvil, solitario,
con la quietud más noble, la soledad más buena.
Erguido en el regazo sereno de la tarde.
Erguido entre la orquesta triunfal de la tormenta.

Qué superior destino que es el de asomarse a un mundo
en donde danzan locas girándulas de estrellas,
y ensartar una noche, tal como un pez de vidrio,
el disco transparente de cualquier luna nueva!

Yo quiero ser un mástil erguido entre las sombras
en donde cuelgue el viento sus diáfanas banderas...
¡Y el día que rescate tu corazón de náufrago
serán como un arrollo de música mis venas!

¡Libertad... para pensar!!

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