Historia de vida: Ora por mí
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Monumento Puente de Boyacá, Tunja, Colombia. |
Todos los días acompaño a mamá hasta la iglesia cristiana, ubicada a tres cuadras de nuestra casa. Ora por mí con un fervor que me resulta desconocido, como si su fe fuera un último refugio. Se inclina pesadamente, extiende los brazos hacia el cielo y pide a Dios lo imposible. Mamá odia sentirse frágil, pero su dolor tiene raíces muy antiguas, tan profundas que amenazan con devorarla, sin remedio.
Yo, mientras tanto, revoloteo entre las bancas, distraída, buscando no ver sus gestos cargados de sufrimiento. La verdad, no sé qué responderle cuando me pregunta si alguna vez seré feliz. Evado sus ojos, busco a Juan en mis recuerdos. Los primeros besos, las razones traídas como al descuido, los encuentros furtivos y la enorme felicidad de saberme única en su mundo.
Juan nunca tuvo oportunidad de entrar en mi casa. Era una “liebre” de mi hermanastro mayor, se odiaban. Por extensión, se esperaba que yo también odiara a Juan, pero él era tan lindo, y nuestra vida juntos, un vértigo constante. Me gustaba sentir la tibieza de su cuerpo contra el mío, la firmeza de su voz cuando pronunciaba mi nombre. Lo veía dar órdenes a la pandilla, y su furia se transformaba en alegría cuando regresaba a mí después de cada pelea.
Con Juan, mi vida también tocó lo amargo. A los 14 años me convertí en su mujer, desafiando las órdenes de mamá, que siempre intentaba darle forma a lo efímero. Salí de casa “frenteándola”, queriendo forzarla a vivir lo que llamaba “su peor vergüenza”. Hizo hasta lo imposible por devolverme, demostró a los trabajadores sociales y psicólogos que su casa era mejor opción que la calle.
El cuarto que compartí con Juan era un refugio cálido al que volvía por costumbre, como un regreso al único lugar donde me sentía algo más que vacía. El día de mi partida, Juan puso en nuestra despedida la misma pasión con la que se lanzaba a sus riñas barriales. Yo, desconcertada, adopté la forma del enemigo, y él no tuvo otra opción que defenderse, aunque fuera contra sus propios deseos.
Aquella tarde, como tantas otras, el juego consistió en dejarme hacer: sentir sus golpes contra mi cara, un puntapié en las rodillas o los muslos, tirones de cabello y palabras que me atravesaban como cuchillos. Pero esta vez fue diferente. El juego pasó a otro nivel. Juan sacó la misma arma con la que se defendía del olvido, y apuntó a mi cabeza. El sonido sordo del disparo ahogó todo lo demás, cualquier otro ruido que me pudiera devolver al mundo.
Me llevé la mano al vientre, temblando, pero no pensé en nada, como no pienso ahora, mientras mamá se levanta pesadamente del suelo.
¡Libertad... para pensar!
Muy bueno el relato. Muy linda prosa la tuya.
ResponderBorrarSaludos!
Gracias, Natalio. Tus palabras son un gran estímulo para perseverar en este intento. Saludos
BorrarYa entiendo pq tardas tanto en publicar jijiji. Buen trabajo!
ResponderBorrarQué linda, viniendo de ti es todo un cumplido. Muchas gracias por comentar
BorrarMe ha encantado, seguiré con otros..; Gracias por tu oferta. Lour
ResponderBorrarHola, Enma. Me alegra que te gustara el escrito. Espero encuentres algo interesante en los otros que revises. Siempre bienvenida a este espacio y gracias por pasarte. Saludos
BorrarMuy buen y reflexivo relato sobre la violencia de género, siempre es positivo recorrer tu amplio Horizonte Femenino, un abrazo!
ResponderBorrarHola, Graciela. Gracias por acercarte a conocer esta visión particular sobre la violencia y sus peores consecuencias. Un abrazo
BorrarQue historia, para reflexionar y abrir bien los ojos, la violencia engendra más violencia y nunca se acaba. ¡¡Abrazo!!
ResponderBorrarGracias, Leonardo. La violencia sin duda es un caldo de cultivo que produce nuevas situaciones conflictivas, que desbordan la comprensión que tenemos de las cosas y de los fenómenos tipificados como violentos. Historias como estas nos ayudan a dimensionar mejor otras realidades que aunque parezcan incomprensibles, dan cuenta de formas particulares de hacer frente a la adversidad
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