El estatus de lo femenino en la justicia social de Nancy Fraser: Redistribución, Reconocimiento y Representación


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Introducción

Un problema central al debate feminista está representado en la igualdad de género.  El feminismo se funda sobre la premisa de que los hombres y las mujeres tienen iguales capacidades y en razón de ello deben tener las mismas oportunidades; aunque también reconoce que existen marcadas diferencias entre los sexos, en ámbitos concretos de la experiencia humana.  La igualdad, sin embargo, no es un concepto homogéneo, tampoco lo es el movimiento feminista, que a lo largo de su historia lo ha concebido con matices distintos. De hecho, los primeros gérmenes del movimiento buscaron cierta paridad de derechos políticos y económicos representada en el reconocimiento de la ciudadanía, el derecho al voto y el control sobre la propiedad; pero no cuestionaron las asimetrías de poder entre los sexos, ni los estereotipos femeninos.   En la década de los años 60s el nuevo feminismo, conocido como la Segunda ola, irrumpe con fuerza en un escenario mundial convulsionado para sumarse al reclamo general de justicia e igualdad que reivindicaban diferentes movimientos sociales, y no fue ajeno al sueño colectivo que proponía desmontar las estructuras de la sociedad capitalista.

            Los feminismos entran en tensión a la hora de explicar los fundamentos de las diferencias de género y proponer los alcances del marco de igualdad que debe servir de trasfondo para la interpretación feminista del mundo.  Las corrientes más beligerantes libran una batalla interna contra los feminismos que al nutrirse de las doctrinas universalistas, que excluyeron a las mujeres de los principales espacios sociopolíticos, invisibilizan las problemáticas ubicadas en las intersecciones entre raza, clase, género y sexualidad.  Las denuncias están basadas en el carácter dominante del feminismo tradicional, los grupos subalternos ven en este aspecto una tipología similar a la que presenta el androcentrismo, por lo cual las mujeres excluidas de su seno son doblemente discriminadas.  El discurso de la diferencia supone un problema y un posible repliegue frente al largo proceso de deconstrucción del naturalismo y esencialismo de la condición femenina. El movimiento comprende que las fracturas internas dificultan traducir y viabilizar las demandas de justicia de las mujeres en un escenario mundial complejizado por el neoliberalismo, la globalización y los conflictos e injusticias de diversa índole.  Frente a este panorama pierden validez teórica las respuestas únicas que anulan la multidimensionalidad de las problemáticas femeninas. 

            La filosofía política ha jugado un papel importante a favor y en contra del movimiento feminista; por un lado, ha contribuido a darle fundamento a la subordinación de la mujer, construyendo sistemas teóricos que apelan a la universalidad sin sexo, y por otro, ha esbozado los ideales de justicia que sirven al movimiento para ampliar el marco de análisis de las doctrinas que lo conforman.  Nancy Fraser hace parte del grupo de filósofas que desde las líneas marxista, liberal o posestructuralista le apostaron a repensar el feminismo, sus debates con Judith Butler, Iris Marion Young y Seyla Benhabib son referentes obligados para entender en que va la cuestión y cuáles son las apuestas.

             El interés por el feminismo, que Fraser aborda en su doble condición de académica y militante, le ha motivado a proponer una reescritura de la historia del movimiento, por considerar que lo narrado hasta ahora es idealista y autocomplaciente, falta a la verdad y da por hecho logros que en la actualidad sirven para incrementar la marginalidad de las mujeres. Según la autora, cada vindicación encontró detractores y se enfrentó a un sistema capitalista que supo revertir a su favor estos alcances; si el primer feminismo surgió como una crítica al primer capitalismo, el último es una sirvienta del neoliberalismo.  Diseccionar el movimiento y reconstruir una historia crítica le permite a Fraser evidenciarlas inconsistencias que se presentaron en las diferentes etapas, al igual que las trampas que le ha tendido el sistema económico.  

            La propuesta de Fraser para revitalizar el feminismo está imbricada en su teoría de la justicia.  Ésta construcción teórica se basa inicialmente en el análisis de dos dimensiones históricas: la redistribución económica y el reconocimiento socio-cultural; mientras la primera pretende abolir o minimizar las diferencias de grupo, la segunda busca resaltarlas.  El nuevo feminismo y sus desarrollos ulteriores pusieron el acento en el discurso de la diferencia dejando a un lado los problemas de la distribución y las injusticias conexas.

            Al respecto, Fraser considera que disociar estos dos grandes paradigmas es un error que amenaza la viabilidad del feminismo y le impide hacer frente a las complejidades sociales del momento.   En respuesta a ello propone el “dualismo perspectivista”, un análisis de la realidad social desde el enfoque de la economía política y de la cultura. Ahora bien, en sus últimos textos, Fraser aborda una nueva categoría de análisis: la representación, con el que pretende subsanar la deficiencia política de su propuesta anterior.   Estos tres esquemas configuran una línea discursiva que busca, a nivel de género, garantizar la paridad de participación de las mujeres en todas las esferas de la vida y en las instancias de decisión política.

            El interés de este documento es analizar las implicaciones que traen para el feminismo el desmonte conceptual del género como categoría trivalente, e identificar las claves de la unidad femenina que permitirán superar las divisiones al interior del movimiento, y alcanzar la paridad participativa propuesta por Fraser.       

1.      La igualdad de las proclamas feministas

            La igualdad es un principio de justicia que establece una relación de correspondencia entre dos o más sujetos, cosas o circunstancias que se asemejan en algunas cualidades.  Aunque el término tiene muchas acepciones es común referirse a ella cuando se alude al trato que merecen las personas, por ser el sentido que goza de mayor reconocimiento en el ámbito jurídico y en el discurso de los derechos humanos.  Aristóteles fue el primero en proponer esta categoría: “Parece que la justicia consiste en igualdad, y es así, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y lo es, en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales” ((Ética a Nicómaco, V, 1130-1133).  En adelante negar o afirmar la igualdad de trato entre dos sujetos morales implicó valorar una característica similar; pero cuya distinción no tiene mayores efectos si no se circunscribe a un marco jurídico que la regule.  Sin embargo, este uso de la igualdad, aceptado como una verdad universal, impone una limitación que sigue sin resolverse, no define la extensión de la misma o los criterios que precisarían su fórmula; esto es, no establece en qué se es igual o quiénes son los iguales.

            Reconocer la igualdad de trato no consiste en negar las diferencias ni dispensar el mismo tratamiento a personas distintas.  Pérez, siguiendo a Westen, propone considerar que la igualdad entendida a la manera aristotélica es circular, vacía y no resuelve los problemas que se derivan de su consideración: “La igualdad es un concepto vacío carente de todo contenido sustantivo propio.  Sin estándares o criterios relevantes, la igualdad permanece carente de significado, una fórmula que no nos dice cosa alguna sobre la manera en que deberemos actuar.  En tales términos la igualdad deviene superflua, una fórmula tautológica” (2005:11).  El trato igualitario no está sólo dado por naturaleza, como planteo Aristóteles, la igualdad precede al derecho, a la moral o la costumbre; se construye a partir de la definición de las categorías que precisan en qué (derechos preestablecidos) se es igual (característica relevante) o quiénes son los iguales (Pérez, 2005).  

            En el siglo XVIII la igualdad formal aristotélica sirvió de fundamento a la proclama liberal de igualdad y racionalismo que cimentó la ilustración europea y sobre la cual se edifican el derecho y el Estado moderno.  Las doctrinas contractualistas y liberales que instaban al reconocimiento universal de los derechos eran claras respecto al sujeto de su propuesta – sólo los hombres; sin embargo, voces marginales excluidas identificaron las fisuras del sistema y a su manera también deslegitimaron los poderes absolutos para reclamar el reconocimiento de la ciudadanía.  Al amparo de las consignas de justicia, autonomía y libertad cobró vida la primera ola del feminismo o vindicación ilustrada, de ahí que Valcárcel (2008) afirme que el feminismo es el “hijo no querido de la ilustración” y una de las tradiciones políticas igualitarias más importantes de la modernidad.

            En su primera etapa discursiva el feminismo careció del aparato crítico y de las estrategias políticas necesarias para consolidarse como un movimiento de avanzada.  Estas limitaciones le hicieron afín a las corrientes que identificaron relaciones de dominación y subordinación en la sociedad y que no aceptaban la realidad social como algo dado.  Por ejemplo, del marxismo recogerá sus análisis para deslegitimar la dominación masculina y el psicoanálisis le permitirá comprender la formación social de la masculinidad y la feminidad (Cobo, 2004); Así mismo, la cercanía con otras doctrinas le permitió conocer las respuestas que los teóricos ofrecían a las demandas feministas, y la influencia que ello tuvo en la consolidación de un estado natural de la división de los sexos y los roles de género.

            La variante filosófica del movimiento se propuso revisar críticamente la historia de la filosofía desde una perspectiva no androcéntrica, con el fin de exponer las ideologías que subyacen a las doctrinas ilustradas. 

Las teorías morales universalistas de la tradición occidental desde Hobbes hasta Rawls son sustitucionalistas en el sentido de que el universalismo que defienden es definido subrepticiamente al identificar las experiencias de un grupo específico de sujetos como el caso paradigmático de los humanos como tales. Estos sujetos invariablemente son adultos blancos y varones, propietarios o al menos profesionales. Quiero distinguir el universalismo sustitucionalista del universalismo interactivo.   El universalismo interactivo reconoce la pluralidad de modos de ser humano, y diferencia entre los humanos, sin inhabilitar la validez moral y política de todas estas pluralidades y diferencias. (Benhabib, 1990:127)

            La relectura de los textos filosóficos clásicos se estructura a través de dos vertientes: en primer lugar, se discuten las teorías que al negar la racionalidad femenina excluyen a las mujeres del ejercicio de los derechos ciudadanos de participación y representación política, y, en segundo lugar, llevan a la palestra los discursos que exaltan la feminidad y delimitan los espacios sociales reservados a cada género según su esencia.  El resultado de este ejercicio es un feminismo que pone en cuestión conceptos y prácticas relevantes al pensamiento filosófico.  Las nociones de igualdad, ciudadanía y democracia pasan a considerarse vacías de contenido al negar la inclusión de las mujeres y de los grupos marginales.   Por ello, el feminismo entiende que no puede basar sus principios en las tradiciones filosóficas que niegan la condición femenina o que pretendiendo ser neutrales incorporan en sus teorías presupuestos de masculinidad.

 Reivindicar la igualdad femenina, “único criterio para distinguir entre las diferencias deseables y las indeseables (Amorós, s.f), incorporando de manera adecuada las demandas de reconocimiento, es la apuesta de Fraser para sacar al movimiento de la “órbita de la política de la identidad”.  El feminismo contemporáneo tiene la tarea de consolidar un espacio de reflexión que sea transversal a los frentes desarticulados en que se debaten las reivindicaciones en los “espacios transnacionales emergentes”.

Con el desarrollo histórico de los cambios producidos en la geografía de las energías feministas pretendo conseguir una mejor comprensión de cómo podríamos revitalizar la teoría y la práctica de la igualdad de género en la situación actual.  Del mismo modo, al trazar el mapa de las transformaciones de la imaginación feminista, busco determinar qué debería quedar descartado y qué preservado para las luchas aún pendientes (Fraser, 2008:186-187). 

2.      Nancy Fraser y el Feminismo       

 En dos de sus últimos escritos De cómo cierto feminismo se convirtió en esclavo del capitalismo y la manera de remediarlo (2013) y El feminismo, el capitalismo y la astucia de la historia (2009), la autora expone las razones que le llevan a emprender este propósito.  Los motivos están basados en cuatro características de la cultura política del capitalismo organizado de Estado, que Fraser considera fueron el fermento del nuevo feminismo: economicismo, androcentrismo, estatismo y westfalianismo. La revisión histórica inicia con una dura crítica al cambio de acento del feminismo, que tras ser en sus inicios un opositor del primer capitalismo, a finales del siglo XX puso su discurso al servicio de la economía de mercado.

La difusión de las actitudes culturales nacidas de la segunda ola del feminismo ha formado parte de otra transformación social, involuntaria e imprevista para las activistas feministas: una transformación en la organización social del capitalismo de posguerra.  Estos cambios (propulsados por la segunda ola feminista) han servido para legitimar una transformación estructural de la sociedad capitalista que avanza en contra de las visiones feministas de una sociedad justa (Fraser, 2013:1).

            Según Fraser (2009), la revolución femenina vislumbró dos futuros posibles para las mujeres y la sociedad, una vez cumplidas sus demandas:

1.      “Emancipación de género de la mano de la democracia participativa y la solidaridad social.

2.      Alcanzar una nueva forma de liberalismo capaz de garantizar a toda mayor autonomía, mayor capacidad de elección y promoción a través de la meritocracia."

 En opinión de Fraser, el feminismo de la Segunda ola criticó el economicismo de la teoría capitalista; esto es, la excesiva tendencia a conceder prioridad a los aspectos económicos y ser ciego antes las injusticias no económicas, exclusivas de la esfera privada. El economicismo se preocupa por responder a las demandas de justicia con medidas económicas, en esa línea se propone nivelar las desigualdades distributivas.  La crítica buscaba ampliar el marco de las reivindicaciones, de modo que abarcaran los problemas generados a la vez por la economía y la cultura; Sin embargo, esta exigencia dio lugar al énfasis contemporáneo en las injusticias de reconocimiento.

En la era del capitalismo con Estado regulador, el feminismo criticaba la incapacidad capitalista de fijarse en injusticias “no económicas” como la violencia doméstica, las agresiones sexuales y la opresión reproductiva.  Rechazando el economicismo y politizando lo personal.  Las feministas ampliaron la agenda política para desafiar la jerarquía de estatus basadas en las construcciones culturales sobre las diferencias de género, el resultado debía haber conducido a la ampliación de la lucha por la injusticia, para que abarcara tanto lo cultural como lo económico.  Pero el resultado ha sido un enfoque sesgado hacia la identidad de género.  (Fraser, 2009:5).

Nanette Funk (2013), considera que los elogios de Fraser a la Segunda ola son desacertados porque le atribuye triunfos ajenos.  Para Funk el nuevo feminismo no criticó el capitalismo keynesiano, esa tarea fue emprendida por la “nueva izquierda” norteamericana y europea y que Fraser atribuye al movimiento en su conjunto.  Funk basa sus acusaciones en la mala interpretación que, a su modo de ver, hace Fraser del economicismo.  Para Funk el capitalismo sí ofreció respuestas positivas a los hombres desempleados, pero la política del gobierno no consideraba la situación económica de las mujeres, pues su tarea principal era la casa;la injusticia de género, como tal, no requería reparación económica.

Sin duda, la crítica de Funk a Fraser se ubica es un espacio distinto al feminista.  El que Fraser atribuya al feminismo las virtudes propias de la línea socialista es un capítulo aparte; no cabe en la discusión desglosar el feminismo por sus doctrinas constituyentes, pues pese a las fracturas internas la teoría se concibe como un todo homogéneo a favor del mismo objetivo.  Ahora bien, tampoco es válida la crítica de funk al posicionamiento de Fraser, pues la crítica que la filósofa norteamericana realiza al feminismo contemporáneo busca reivindicar los postulados socialistas por ser éste el horizonte que permite vincular de manera efectiva las luchas de clase con las reivindicaciones de reconocimiento. 

El argumento de Funk a favor del economicismo en el que reconoce sus respuestas positivas a las demandas masculinas es disonante.  Afirmar que la injusticia de género no requería reparación económica es reconocer, por un lado, que los problemas de las mujeres son principalmente por el reconocimiento de la identidad, lo que Fraser acepta, sólo como un aspecto de la solución; y, por otro lado, que los problemas económicos de la familia se resuelvan con un incremento del salario masculino.  A todas luces la crítica que Funk dirige a Fraser no se corresponde con los cuestionamientos que Fraser hace al feminismo y al sistema económico capitalista.

Con respecto al modo en que el feminismo se convirtió en la criada del neoliberalismo, pueden buscarse sus orígenes en los cuestionamientos dirigidos al estado benefactor.  El movimiento feminista rechaza el paternalismo estatal, las políticas implementadas a lo largo del siglo XX tienen entre sus principales beneficiarios a las mujeres y a las clases subalternas.   En este objetivo el feminismo lee una clara intención de mantener la división sexual de los roles, sobre la base del trabajador proveedor – varón.   Igualmente, el subsidio que asigna a las mujeres a razón del bajo nivel económico y cultural no edifica una base sólida para la justicia en igualdad de condiciones; antes bien, genera dependencia e inhibe la construcción de ciudadanía.  Con todo, pese a ser un subproducto del capitalismo, el bienestar ha resultado funcional al movimiento de mujeres, en la medida que les ayudó a transitar de la dependencia privada a la pública (Valcárcel, 2008).

Fraser reconoce que la apuesta feminista contra el estado de bienestar se pensó para fortalecer su estructura y facilitar la participación de las mujeres en los ámbitos de decisión política.  El resultado ha sido ajeno a los intereses del movimiento, remarcó la individualización disfrazada de empoderamiento, y alimentada con microcréditos que abonan a favor de la llamada feminización de la pobreza.  

3.      La Teoría de la justicia de Nancy Fraser: redistribución, reconocimiento y representación 

En sus primeros trabajos[1] Nancy Fraser presentaba un enfoque de la justicia en dos dimensiones: redistribución económica y reconocimiento socio-cultural, encuadres que históricamente analizan, definen, y esbozan alternativas de solución a las luchas sociales.  En estos escritos, Fraser argumenta que, a raíz de algunos cambios ocurridos en occidente, entre los cuales cabe citar: el desmonte del socialismo, la globalización, la proliferación de movimientos sociales y los sistemas de comercio e inversión de corte neoliberal, se han desplazado las reivindicaciones de justicia desde la redistribución de los recursos hacia el reconocimiento de la identidad de los grupos, distinguidos según el género, la sexualidad, la clase y la etnia. 

Sin embargo, aunque la filosofía política ha debatido ampliamente en torno a la prioridad del segundo paradigma, Fraser propone el dualismo perspectivista, un enfoque integral que le permite ampliar las categorías de análisis de la justicia y las respuestas adecuadas a los conflictos sociales.  La autora postula que existe una estrecha relación entre la economía y la cultura: toda práctica económica tiene una dimensión cultural que afecta el estatus de las personas, y, a su vez, las prácticas culturales tienen una dimensión económica que afecta el bienestar social de los actores (Fraser, 1996).Una teoría social comprensiva facilita determinar en la práctica las necesidades concretas de las personas que padecen un mal reconocimiento o una injusticia distributiva, por cuanto el remedio debe ajustarse al daño sufrido.  

La justicia hoy en día requiere, a la vez, la redistribución y el reconocimiento, y me propongo examinar la relación entre ellos. En parte, esto significa imaginar cómo debemos conceptualizar el reconocimiento cultural y la igualdad social de manera que cada uno apoye al otro en lugar de devaluarlo. (Pues ¡existen tantas concepciones rivales de ambos!) Significa también formular teóricamente las maneras como se entrelazan y apoyan mutuamente en la actualidad las desventajas económicas y el irrespeto cultural (Fraser, 1997:18).

La redistribución y el reconocimiento se contrastan por cinco aspectos claves “Los dos presuponen diferentes concepciones de la injusticia.  Los dos proponen diferentes enfoques para solucionar la injusticia.  Las dos orientaciones políticas presuponen concepciones diferentes de las colectividades que padecen la injusticia, los dos enfoques tienen diferentes concepciones de la diferencia y suponen diferentes comprensiones de las diferencias de grupo” (Fraser, 1997:20).

Cada uno de los ejes de subordinación en que se basa el marco de la justicia fraseriana (el género, la clase, la etnia y la sexualidad) es bivalente, “combina rasgos de la clase explotada con rasgos de la sexualidad despreciada.  El género, por ejemplo, estructura la división entre trabajo remunerado y no remunerado y entre ocupaciones mejor pagadas y ocupaciones de bajo perfil y asistenciales. Las injusticias distributivas del género incluyen la explotación, la marginalización y la feminización de la pobreza” (Fraser, 1996:26).  Entre las injusticias propias del reconocimiento inadecuado se encuentran la violencia física y sexual, los estereotipos, el acoso y el desprecio en la vida cotidiana y cultural.  Para Fraser el androcentrismo es la principal injusticia establecida en función del género.  La superación de estás condiciones excluyentes exige deconstruir la categoría género, una construcción cultural realizada en doble sentido; en primer lugar, es un elemento que está a la base de las relaciones sociales estructuradas según las diferencias físicas y psicológicas percibidas, y, en segundo lugar, es una forma primaria de relaciones de poder, cargada de significados en cuanto al ser y al hacer de las mujeres.    

Necesitamos un modo de repensar la política del reconocimiento, de manera que pueda ayudarnos a resolver, o al menos a mitigar, los problemas de desplazamiento y reificación. Esto supone conceptualizar las luchas a favor del reconocimiento, de modo que puedan integrarse con las luchas en pos de la redistribución, en lugar de desplazarlas y socavarlas. (Fraser, 2000:57).

En textos más recientes[2], Fraser incluye una nueva categoría en su esquema de justicia: la representación, concepto que refiere los obstáculos políticos que impiden la participación igualitaria, y amplía el marco del análisis indagando si en el trazado de una justicia global, el “quien” o alcance de la justicia, incluye únicamente a los grupos organizados dentro de una comunidad política determinada, o si las reivindicaciones pueden ampliarse a los agentes transnacionales.   Otro aspecto que considera la representación son las herramientas de acción colectivas creadas en el ámbito local, circunscritas a las fronteras nacionales, y poco eficaces en el mundo globalizado. 

Esta estructura argumentativa conformada por la redistribución, el reconocimiento y la falta de representación política se corresponde con el qué de la justicia.  Todo grupo que presente una demanda debe demostrar que sus reclamos “hacen visibles formas auténticas de injusticia que la gramática previa impedía, y que los remedios propuestos disminuirán las desigualdades” (Fraser, 2008:116).   La dinámica social genera conflictos que emergen exponiendo asimetrías de poder y de participación entre los colectivos.  Responder a esa multiplicidad de cuestiones exige establecer una medida común para evaluarlas y darles respuestas, la paridad participativa cumple ese propósito, es el qué de la justicia.           

            3.1 La paridad participativa
           
Este qué de la justicia se corresponde con una de las extensiones de la igualdad.   El eje central de la idea de igualdad es la sustancia de la justicia o aquello de que se ocupa.  La teoría de Fraser tiene en ella su núcleo central y un horizonte normativo que permite valorar y comparar las reivindicaciones válidas de derechos que presentan los grupos. Fraser define la paridad como “una norma universalista que incluye a todos los participantes adultos en una interacción y supone el igual valor moral de los seres humanos” (1997:30).  El principio de igualdad que establece la paridad de participación no apela a elementos externos ni físicos, se basa en el reconocimiento de la autonomía y la racionalidad de las personas, de este modo cierra las posibilidades al reconocimiento público de las diferencias. 

Los adultos representan la otra extensión de la igualdad que se cuestiona a toda definición formal de la justicia, son el quien o el alcance de la justicia “¿Quién cuenta como sujeto de justicia en un determinado asunto? ¿De quiénes son los intereses y las necesidades que merecen consideración?” (Fraser, 2008:107).  La paridad participativa es una relación que se establece entre personas adultas a quienes se les niega cualquier distinción ajena al valor moral que se da en razón de la común humanidad.  La posibilidad de participar se condiciona al desmonte de los obstáculos institucionales que impiden la igualdad: “estructuras económicas, jerarquías institucionales y reglas de decisión política” (ibidem:117).   En esa medida, la injusticia consiste en negar a sujetos o grupos el estatus de interlocutores válidos.  ¿Cómo se construye este estatus?  Fraser acoge este término para distinguir su propuesta de reconocimiento de lo que llama la política de la identidad de Charles Taylor y Axel Honneth.  

Contrario a los teóricos del reconocimiento, la propuesta de Fraser está pensada para modificar las relaciones sociales de subordinación.  El modelo de estatus se opone a una concepción del reconocimiento como autorrealización, para ubicarlo en la línea de la justica.  De este modo, al negar a personas o grupos el estatus de interlocutores se les desconoce la igualdad moral y quedan por fuera del marco de la justicia.  El estatus, no obstante, deja en libertad a los grupos a la hora de diseñar una visión compartida de vida buena, así como los mecanismos que permiten alcanzarla; estos dos elementos son la condición de posibilidad de participación social y política.  Fraser, sin embargo, no es clara respecto a cómo se construyen las reglas de paridad participativa.  De momento deja sentado que, si bien cada grupo configura los elementos de su propia noción de justicia, no todas las elecciones que hace una colectividad entran en el rango de lo bueno y necesario.  La sociedad debe establecer límites para lo tolerable; pero por oposición, esa misma sociedad, puede desconocer formas de vida o interpretación del mundo que sin ser ajenas al interés común no son afines al orden social imperante.

Para que sea efectiva, la paridad exige dos niveles de interpretación: un nivel intergrupal que busca determinar los efectos que los patrones institucionalizados tienen sobre los grupos minoritarios, y un nivel intragrupal que revisa los efectos al interior del grupo de las prácticas que buscan ser reivindicadas (Fraser, 2006).  También requiere dos condiciones previas de aplicación, la primera condición, objetiva, corresponde al paradigma distributivo.  La paridad debe garantizar la independencia y la voz de todos los participantes, al igual que excluir de cualquier acuerdo los arreglos sociales institucionalizados de la pobreza, la explotación y las disparidades.  La segunda condición, intersubjetiva, está en línea con el reconocimiento.  Su tarea consiste en garantizar que los patrones institucionalizados de interpretación y valoración expresen igual respeto por todos los participantes y aseguren igualdad de oportunidades (Fraser, 1997). 

En el plano político el efecto de la aplicación de este principio se hace evidente en la creación de leyes, acuerdos, programas y políticas que modifican las reglas de acción y las normas de convivencia; sin embargo, en la argumentación de Fraser hay un paso no aclarado en el modo como esa reconstrucción en el plano jurídico influye posteriormente en los aspectos social-cultural y económico, con miras a construir significados y modelos alternativos que superen la condición inicial de los grupos.   En el debate de género, la desinstitucionalización de los valores culturales largamente instalados por el patriarcado es un proceso lento que enfrenta no sólo la oposición de los hombres, sino también la complicidad ciega de las mujeres que, más allá de las cuestiones biológicas o culturales que lo soportan, ven en su condición una realidad que no requiere ser problematizada.         

Conclusiones

El panorama futuro del feminismo, aunque desalentador tiene esperanzas.  La teoría de la justicia de Nancy Fraser propone recuperar las tres premisas básicas del movimiento y consolidar un proyecto de sociedad que supere el marco neoliberal, combinando la solidaridad con la participación.   La justicia de género que resulte de este proceso debe apoyarse en principios de antipobreza, antiexplotación, igualdad en el ingreso, igualdad en el tiempo de ocio, igualdad de respeto, antimarginalización y antiandrocentrismo.  La clave para alcanzarla es la paridad participativa; pero este principio adolece de cierta neutralidad y se adapta a cualquier doctrina.

Otra dificultad de la propuesta de Fraser es la debilidad de los argumentos que dan cuenta del proceso de desmonte de los patrones de valor cultural institucionalizados, que son la garantía para eliminar o resaltar los grupos o categorías víctimas de injusticias.  Al dejar la solución en manos de las instituciones políticas, Fraser no explica cómo se involucran los particulares en el desaprendizaje de las estructuras de dominación social.  La autora no aterriza el problema del reconocimiento o de estatus en el ámbito práctico, lo sostiene en el nivel de las estructuras y no lo pone a jugar en la cotidianidad de sus actores. 


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[1]¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político – filosófico (2006), escrito en colaboración con Axel Honnethe Iustitia interrupta: Reflexiones críticas desde la posición postsocialista (1997)

[2]Escalas de justicia (2008) Herder Editorial, Barcelona, España



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